El primer Ánchel Conte
José Luis Melero
|
Cuando la colección “El Bardo” publicó en Barcelona en 1972 No deixéz morir a mía voz, de Ánchel Conte, profesor por aquel entonces de historia en L’Aínsa, muchos de los adolescentes de la época acabábamos de enterarnos de que Aragón tenía un idioma propio y de que en algunos lugares del Alto Aragón aún se hablaba otra lengua distinta del castellano. Éramos muy jóvenes y nadie se había molestado en enseñárnoslo. No saberlo, pues, no era desinterés ni falta de cultura: era el resultado esperado de una educación en la que los contenidos aragoneses, en la que el interés por lo propio, sencillamente no existían. Nos habían enseñado que en España se hablaba español; y lo demás, tontadas. Acabábamos de enterarnos, digo, porque un año antes Francho Nagore había publicado Sospiros de l’aire, el primer libro del aragonés moderno, en una edición limitadísima financiada por una Caja de Ahorros, que apenas circulaba, pero que algunos pocos habíamos tenido la fortuna de leer. Yo tuve durante años unas fotocopias de aquel libro, y sólo en 1985 pude comprar un ejemplar original en la librería de Inocencio Ruiz. El libro de Francho fue como una revelación, el descubrimiento de que Aragón era mucho más rico y plural de lo que nos habían dicho hasta entonces. Sospiros de l’aire pasó sin pena ni gloria aquel 1971: ni lo avalaba una editorial de postín ni tuvo apenas distribución. Pero la noticia de la publicación de un libro en aragonés corrió de boca en boca entre los pocos aragonesistas avant la lettre que por esos años tratábamos de devolver a nuestro país sus señas de identidad y la autoestima perdida. Los jóvenes de entonces carecíamos de vínculos con quienes habían estudiado o utilizado la vieja lengua aragonesa años atrás (pienso por ejemplo en los esfuerzos que realizaron, entre otros, Domingo Miral, Juan Moneva, Pedro Arnal Cavero o Veremundo Méndez, entonces desconocidos para nosotros), y el libro de Nagore, humilde y silencioso, era un nuevo punto de partida en la defensa de una lengua que agonizaba casi sin remedio. Pero la publicación de No deixéz morir a mía voz en 1972 era un fuerte aldabonazo y un salto cualitativo, pues la colección donde aparecía era una de las más prestigiosas del panorama editorial español. En ella publicaban poetas como Aleixandre, Max Aub, Valente, Espriu, Celaya, Ángel González, Bousoño, José Agustín Goytisolo, Azúa, Martínez Sarrión o Gimferrer -que allí editó sus dos libros iniciáticos más importantes, decisivos para la historia de la poesía española: Arde el mar y La muerte en Beverly Hills- y lo habían hecho hasta ese momento aragoneses como Miguel Luesma, que publicó allí Poemas en voz baja en 1966, Miguel Labordeta, Raimundo Salas o Fernando Villacampa. Además, Ánchel Conte tenía una mayor presencia y recorrido (algo normal, pues había nacido en 1942 y era nueve años mayor que Francho Nagore), y el libro se distribuía bien y se veía en las mejores librerías de toda España. Todo eso hizo que los versos de Conte se convirtieran pronto en un libro de culto entre quienes defendían la cultura aragonesa en todas sus manifestaciones. No deixéz morir a mía voz fue uno de los precursores, uno de los incunables del aragonés moderno, y abrió el camino, junto con el libro de Nagore, a la recuperación de nuestra vieja lengua aragonesa. Después llegarían otros muchos, pero sin ellos no habría sido posible. Como escribí una vez, No deixéz morir a mía voz es una de nuestras particulares y enternecedoras Biblias de Gutenberg. Y tenemos la obligación de quererlo y mimarlo como lo que es: un libro vivo y maravilloso, y a la vez una valiosísima pieza de museo.
|
|