DEL AMOR INVENCIBLE…

Daniel Izquierdo

 

 

Con ésta ya no sé yo cuántas veces habré leído de cabo a rabo (y de rabo a cabo) este lector incorregible del maestro (y amigo) José Luis Melero. Sin duda las suficientes para recoger convencimiento donde sembré intuición, aventar la paja (inexistente, dicho sea de paso en el libro,) retener el grano y gritar a los cuatro puntos cardinales que estamos ante un mosaico articulario (como el Zaragoza de Canario, Santos, Villa, Lapetra y Marcelino) de primera, primerísima división.

Desde la temática (una entrañable menestra humanística cocinada al vapor epicureísta que solo los altos chefs de la palabra viva saben dominar) al estilo, (directo, siempre juguetón, gratamente efectista, a ratos mordaz) Melero levanta, en éste hasta la fecha su último libro, una Escala Santa laica y sapiencial.

Con el saber subcutáneo (el que escoran los temarios: alter ego mántrico del perfume educativo oficial) traza, sin pudor, sin miedo, sin reservas, una gozosa antropología de su almario bibliófilo: la llave maestra de su corazón terrenal. Sin pedantería. Sin aislarse en la torre erudita, por tristeza abolida, de Nerval.

Estamos ante un libro -perdonar la insistencia- que transpira vida, afán de trans-mitirla y (eso lo agiganta) una indiscutible proximidad.

Lejos de los autores que construyen su mundo en seis días con su obligado Génesis y un Apocalipsis garrafal, Melero ofrece uno configurado, personal: el amor a la literatura, lo humano, a Aragón y a los libros. Por eso solaza tanto leerle.

Leerlo sin parar.

Ignoro cómo lo hace pero cada palabra agazapa una luz, un detalle redentor, un motivo para quitarse el sombrero, abrazarle y quererle.

Un palco a la libertad.

Cuando explica –nada más empezar- cómo (por 30 000 euros de nada) puede adquirirse (en la librería homónima de la dublinesa calle Duke) la primera edición del Ulysses de Joyce, puede uno sentir –como sin duda la experimentó él- la quemazón de los sueños frustrados. El gozo de oler el paraíso sin entrar.

La misma que dejaron, en la palma de sus manos zaragocistas, los cinco metros poéticos del peruano Carlos Oquendo hallados, por azar, en una librería de viejo en París: la ciudad que le cerró los ojos, como el futuro a la tierra labordetiana al irlandés Óscar Wilde.

Autor de buena parte de las boutades citables del mundo, Wilde mejor que nadie sabía –cito- que a veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto sin menoscabo de que toda ella (la vida no vivida) se concentre en un instante y nos pueda dinamitar.

El lector incorregible (Xordica, Zaragoza, 2018) corporeiza esa frase inyectándole en vena, a los años sin vida de los que hablaba el irlandés, el revulsivo de la distendida erudición.

Al abrir con sus ojos las páginas insulares del Ocnos cernudiano (¡quién tuviese esa edición!), las del álbum futbolístico de Jacinto Quincoces, las de Acerca de lo oscuro, las de Hacia tu llanto ahogado de Fernando Ferreró, Melero transmite la euforia íntima de su delectación.

Como las palpa él al compartir las tres dedicatorias que atesora de Alberti (una improvisada sobre un retazo povero de papel, otra taxativa por culpa de una paloma oportu-nista que lo agotó; otra inmortal esa sí, definitiva) al evocar el hallazgo de la biblioteca anarquista de Francisco Carrasquer en la anodina Reus, al evocar la integridad de cierto catedrático de Derecho al examinar al hijo de un amigo, al regresar a Julio Antonio Gómez (nuestro Baudelaire acierzado, monarca de Aragón) al desempolvar las palabras de Calvo Alfaro, José Ramón Arana, Antonio Cano o José María Matheu.

Pedro Salinas, publicó en 1948 un libro que recopilaba cinco ensayos puertorriqueños escritos entre 1942 y 1946, en uno de ellos, el consagrado a la defensa de la lectura, definió a José Luis Melero por anticipación: fijaba la diferencia entre "lector" y "leedor." Los primeros, escribía, leen por leer, por amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas; los segundos leen como un anfibio: promiscuamente por necesidad puntual y así entran y salen de las aguas del texto sin saber qué han leído ni quererlo saber.

El pasado viernes 3 de mayo, ese amor invencible desbordó las 216 páginas del lector incorregible para bañar los corazones del centro aragonés de Barcelona.

¿Quién fue la responsable última de la inundación? La dádiva dialógica entre el propio Melero y su amigo del alma, norte de las letras españolas, cartógrafo de lo humano: nuestro Ignacio Martínez de Pisón.

Durante poco más de una hora (tan fugaz como breve) la literatura mayúscula colgó la levita para vestir de calle: la prenda del corazón.

El centenario Zúñiga (Juan Eduardo Zúñiga) tiene un cuento primerizo (el secreto) en el que describe así la invasión del amor: _a veces, él le apretaba la mano y su mirada ahondaba misteriosamente en sus ojos azules. Desde que él había llegado todo se hacía más claro, más noble…"

Escuchar a José Luis Melero e Ignacio Martínez de Pisón, creerlo, aclara y ennoblece.

Yo no sé de qué color tienen los ojos (añado al daltonismo el narcótico de la admiración) de la Literatura excelsa, pero sí sé que asistí, asistimos, a una auténtica fiesta. A una gozosa celebración.

Una por cierto, en la que Ignacio le regaló a Melero dos cartas manuscritas del propio Juan Eduardo Zúñiga.

Menuda cereza para coronar un pastel de amistad y bibliofilia. De amor.

Con presentes así cualquier lector incorregible acepta una corrección.

Los qué amamos los libros daríamos el alma por oler cinco minutos el aire de la biblioteca de Melero, si Cocteau salvaba el aire de las Meninas en caso de incendio en el Prado y Dalí el fuego abrasador, cualquier lector ley rescataría el ozono de esa biblioteca templo.

Zaragoza tiene tres basílicas: la del Pilar, Casa Emilio y los estantes de Melero.

(Mayo, 2018)