Los años magníficos

José Luis Melero 

Para mi padre

ANTIGÜEDAD

Hubo un tiempo en que yo no fui yo en la historia menuda del Zaragoza. Me llamé Fernando Monreal Oncins, pues ese era el nombre que figuraba en el carné de socio con el que durante años y años entré en La Romareda.

Fernando Monreal era un compañero de trabajo de mi padre. Ambos iban juntos al fútbol en Torrero y se habían hecho socios del Zaragoza en la temporada 56-57. Su localidad, a la que yo seguí yendo hasta hace no muchos años, era el Asiento Este Central, popularmente conocido entonces como “General sentado”, pues esa grada -como su mismo nombre indicaba- era de asiento y se hallaba situada justo encima de la General, en la que había que estar de pie. Hoy esa zona del campo, a la que todavía van mi hijo Jorge, mi hermano y mi sobrino, ha pasado a llamarse Grada Este Central Alta. En los primeros años sesenta, cuando yo tenía cuatro o cinco años, Fernando Monreal fue destinado fuera de Zaragoza y mi padre, que tenía su localidad contigua a la suya, fue renovando, año tras año, su tarjeta para mí. Así nos asegurábamos padre e hijo estar siempre juntos en el fútbol. Creo recordar que entonces había que pagar una cuota a fondo perdido para hacerse socio del club, es decir, que para que la tarjeta estuviera a mi nombre había que rascarse el bolsillo. No le debió de parecer importante a mi padre en aquellos años que su chico tuviera el carné de socio a su nombre y ganara antigüedad en el club. Al fin y al cabo, ya íbamos juntos al campo y eso era lo importante. O quizá Monreal confiara en regresar pronto a Zaragoza -cosa que nunca se produjo- y recuperar su antigua ubicación entre la forofería, por lo que mi padre no se sentiría autorizado a cambiar el carné de nombre. Fuera como fuese, la cosa es que cada comienzo de temporada mi padre iba a las oficinas del club y sacaba su tarjeta de socio a nombre de José Luis Melero, y la mía a nombre de Fernando Monreal. Esa es la razón por la que ahora uno no puede presumir, pues los archivos del club lo desmentirían, de lo que es la verdad: que lleva yendo al fútbol desde que escribía cartas a los Reyes Magos y que es un aficionado con pedigrí y no un “parvenue” de esos que se han hecho socios hace sólo cuatro días.

Aunque en realidad debo decir que soy un aficionado al que no le gusta el fútbol: lo que me gusta es que gane el Zaragoza. Esta frase, que me divierte mucho utilizar, es por supuesto una boutade, pero tiene su parte de verdad. Claro que me gusta el fútbol: me gusta a rabiar. Pero lo que yo deseo por encima de todo es que gane mi equipo. Y si el Zaragoza necesita los puntos y mete un gol en el minuto cinco de partido, mis amigos saben que en seguida comienzo a pedir la hora pues me sobran los otros ochenta y cinco minutos. Y prefiero mil veces ganar jugando mal que empatar o perder ofreciendo un gran espectáculo. El espectáculo para el circo y los cabarés. Para el Zaragoza lo que quiero siempre son resultados. Ganar, ganar y ganar. Y lo demás, tontadas.

MAGNÍFICOS

Vi jugar de niño a Seminario, a Duca y a Murillo. Pero sólo tengo de ellos recuerdos muy vagos y difusos. El primer equipo del Zaragoza que guardo en la memoria es el de los cinco Magníficos. Mi infancia está unida a ese extraordinario equipo. Me gustaban la velocidad y el disparo de Canario, la brega constante de Santos, la capacidad realizadora de Marcelino, el regate seco y endiablado de Villa y la izquierda de oro, exquisita e irrepetible, de Carlos Lapetra. Detrás, descontado Yarza, que era entonces y fue siempre hasta su retirada mi jugador preferido, la referencia era Severino Reija, “Pitico”, el más grande lateral izquierdo de la historia del Zaragoza. Y la contundencia en el centro de la defensa de Paco Santamaría, a quien me molestaba que a veces confundieran con otro Santamaría, José Emilio, defensa central también, que jugaba en el Madrid y que con el paso de los años llegaría a ser seleccionador nacional. El nuestro era sin duda mucho mejor, o a mí al menos eso me parecía entonces. En el lateral derecho se sucedieron Cortizo e Irusquieta hasta la llegada de Rico algún tiempo después (al pobre Cortizo le amargaron la vida con una injusta y vergonzosa sanción de 24 partidos por una entrada a Collar que ni siquiera fue sancionada por el árbitro), e Isasi, Pepín, País y Endériz fueron según los años y las épocas los que llevaron el “cuatro” y el “seis” y dieron el relevo o acompañaron a José Luis Violeta, que a la retirada de Yarza habría de convertirse en mi jugador más querido.

Mi padre me llevaba a ver todos los partidos internacionales del Zaragoza que jugábamos en La Romareda. De algunos no tengo ningún recuerdo, de otros me acuerdo vagamente y en no pocos casos, especialmente de los partidos celebrados ya a partir de 1966, me parece estar viéndolos ahora. Y así vi jugar entre otros a la Juventus, a la que eliminamos y le metimos tres goles en La Romareda, al Cardiff, al West Ham, al Leeds, al Everton, al Ferencvaros, al Newcastle... El día más triste fue cuando caímos eliminados por el Glasgow Rangers en el Recopa mediante el más absurdo sistema que jamás se haya inventado en el fútbol para desempatar una eliminatoria: el lanzamiento de moneda. Ese día -yo tenía diez años- lloré desconsoladamente.

TACOS

Uno de los inconvenientes de ir al campo con mi padre es que nunca podía decir tacos. Mi padre no los ha dicho nunca y a uno le parecía feo y poco respetuoso estar jurando como un carretero al lado de su progenitor. Aunque ganas no me faltaban. Así que me cabreaba en silencio o gritaba “Fuera, fuera” y cosas así. Lo más, llamarle “sinvergüenza” al árbitro de turno. Luego, cuando ya me hice algo mayor, me atreví a entonar el “borde, borde” -con esa cadencia lenta y elegante que parecía traer ecos de la majestuosa jota de Calanda- cuando lo cantaba toda La Romareda. Si mi padre me hubiera reprendido tenía pensado decirle que, siendo yo aragonesista tan confeso, me parecía feo no sumarme a tan hermoso insulto o improperio autóctono. 

En la fila de delante, un par de asientos a mi derecha, se sentó siempre mientras fui niño un señor muy amable que decía unas palabrotas tremendas. Luego, con el paso de los años, le sustituyó en la localidad su hijo, que convirtió al padre en un hombre pío y morigerado. Este sí que decía tacos de verdad. Aprendí de él algunos juramentos divertidos. Era muy simpático. Un día vino con la novia. Acababa de echarse novia, eso era evidente, pues se les veía todavía muy enamorados. Todo eran risas y zalamerías. Entonces aún no había asientos individuales de plástico y cuando uno de nosotros venía acompañado de algún amigo o familiar todos nos juntábamos un poco y nos apretábamos para hacerle sitio al invitado. Así lo hicieron sus vecinos de localidad y la novia de nuestro amigo, que era una mujer guapísima, se acomodó entre su novio y unos hermanos de la Peña “Los Aúpas”, muy forofos y zaragocistas exaltados, que estaban justo delante de mí. Viendo cómo trataba a la chica, con extraordinaria delicadeza y arrobo, yo pensaba: “hoy éste no jurará como hace siempre”. Pero nunca imaginé que llegaría a escuchar lo que escuché. Estábamos sufriendo un pésimo arbitraje. Y nuestro amigo se contenía, no decía nada. Le hablaba al oído a la chica y supongo que estaría explicándole las jugadas. Y llegó el momento más delicado de la tarde: el árbitro pitó un penalti contra el Zaragoza, a todas luces inexistente (en realidad a mí siempre me parecen inexistentes los penaltis que nos pitan). Se organizó un guirigay de mil demonios. Y entonces sucedió lo que todos estábamos esperando: se levantó, agitó los brazos y exclamó con voz rotunda: “¡Mecachis la mar serena!”. No podía creer lo que acababa de oír. Me entró la risa. Nos estaban robando el partido y yo no paraba de reírme. En ese momento comprendí que el amor lo puede todo y que es capaz de convertir al hooligan más iracundo en un cursi y relamido lord inglés. Aunque después de casarse, nuestro amigo de la fila de delante ya nunca volvió al fútbol con su mujer.

ÍDOLOS

Ídolos, lo que se dice ídolos, yo sólo he tenido dos en el Zaragoza: Enrique Yarza Soraluce y José Luis Violeta Lajusticia. Y es porque siempre me han gustado los jugadores leales a un club, aquellos que han desarrollado toda su vida deportiva en un mismo equipo. Mi ídolo de la infancia fue el portero Enrique Yarza, el hombre que más temporadas ha jugado en el Zaragoza: un total de dieciséis, de la 53-54 a la 68-69. Tenía su foto en mi casa, pues mi abuelo me había fabricado un original marco de madera para que la colocara en lugar bien visible. Cuando Yarza se retiró me convertí en el mayor defensor de José Luis Violeta, que llegó a jugar catorce temporadas en el primer equipo (debutó en Pasarón en 1963 y se retiró en 1977), y maldecía a los seleccionadores cuando decidían llevar a la selección al libre del Las Palmas Antonio Alfonso Moreno, más conocido por Tonono, en perjuicio de nuestro “León de Torrero”, que tenía tanta clase como el canario pero mucha más garra y coraje. Recuerdo cómo discutía en La Romareda, siendo yo todavía un adolescente lampiño, con un botarate de la fila de atrás, “antivioletista” militante, cada vez que criticaba el juego de mi jugador favorito. Luego serían Manolo Nieves, Juan Señor, Andoni Cedrún o Xavi Aguado, todos ellos con muchos años de leal servicio a nuestros colores, los que ocuparían mi corazón de zaragocista. Hoy, cuando uno ya no está en edad de tener ídolos, es Luis Carlos Cuartero el jugador por que el que uno siente mayor estima: toda una vida dedicada al Zaragoza lo hace sin duda merecedor de nuestra mejor sonrisa. 

ASCENSO

Un pintor amigo mío recuerda siempre que él nació la noche que murió Pavese. El año que yo nací murieron Bertolt Brecht y Pío Baroja, que tampoco está mal, pero ocurrió algo importante para todos los zaragocistas de la tierra: el Zaragoza ascendió a Primera. Siempre he visto por tanto jugar a mi equipo en Primera Division excepto las tres temporadas malditas de Segunda. La primera vez que vi descender al Zaragoza fue en la temporada 1970-1971. Únicamente ganamos tres partidos en toda la Liga. Aquello lo viví como una tragedia. Sólo me consoló saber que Violeta había rechazado una oferta del Madrid y se quedaba en su club de siempre para ayudarlo a subir a Primera. Conseguir el ascenso en la temporada siguiente fue dramático pues tuvimos que esperar hasta el último partido que jugamos en La Romareda. Había que ganar en casa al Cádiz y esperar que el Elche no ganara al Oviedo. Todo salió bien. Me zafé de mi padre y salté al campo. Tenía quince años y era la primera vez que pisaba La Romareda. Fui corriendo a buscar a Violeta. Un aficionado lo llevaba a hombros y estaba dándole una vuelta de honor. Yo me puse detrás, con la mano en su espalda, protegiéndole y preservándole, pensaba yo ingenuamente, de una hipotética caída hacia atrás. Arranqué un poco de césped y lo guardé en casa de mis padres durante años como si se tratara de una reliquia. Fue uno de mis momentos más felices. Años más tarde fui vecino de José Luis Violeta, pues ambos vivimos -él todavía continúa allí- en el número 50 del Paseo de Sagasta. La primera vez que subimos juntos y solos en el ascensor le dije: “Yo a ti te he llevado a hombros en La Romareda”. No había sido exactamente así, pero qué mejor manera de empezar una conversación en el ascensor. Cuando ya tuve más confianza con él le recordé una entrada terrible que le hizo a Luis Aragonés en un partido en La Romareda contra el Atlético de Madrid. Luis le había hecho una falta peligrosísima que obligó a Violeta a retirarse del campo. El estadio rugía. Como su pundonor era excepcional, Violeta quiso volver a la cancha. Los jugadores de carácter, esos que tanta falta hacen en todos los equipos, son así: no pedirían el cambio ni aunque les estuvieran administrando la extremaunción. Tuvieron que ponerle una inyección en la banda (recuerdo que se publicó de aquel momento sublime una impresionante foto en la prensa, en la que se veía la aguja clavada en el muslo del libre zaragocista) y volvió al césped renqueante. Buscó a Luis, con descaro, sin esconderse, pidiendo “vendetta”. Por la falta que le hizo en la primera jugada en que Luis tocó el balón, el de Torrero habría pasado en otras épocas media vida en galeras. La Romareda prorrumpió en una ovación y el árbitro no se atrevió a expulsarlo. 

PARAGUAYOS

Yo creo que el delantero centro más legendario que hemos tenido nunca ha sido Felipe Ocampos. No ha sido ni de lejos el mejor técnicamente, ni el más goleador, ni desde luego el más rápido, sino más bien todo lo contrario: andaba justo de técnica, nunca metió demasiados goles y su altura y corpulencia hacían que se moviera como un tanque pesado. Pero era como un viejo pirata curtido en mil batallas, como un instructor de gladiadores que conoce todos los trucos y sabe el modo de arrojar arena a los ojos del rival cuando se está desarmado. Merecería haber sido, como Juan Charrasqueado, “borracho, parrandero y jugador”. Borracho y jugador no sé si lo fue nunca. Parrandero y pendenciero, sí. Y aguerrido también, muy aguerrido. Sus duelos con los centrales de los equipos rivales fueron épicos. Nunca se había visto antes, ni se ha visto después, que toda La Romareda, unánimemente, chistara a un jugador para tranquilizarle y evitar que se metiera en más peleas. Eso ocurría con Ocampos en nuestro campo un domingo sí y otro también. El público, conocedor de su carácter indómito, le pedía calma y todos gritábamos “chist” para procurar terminar el partido con once. Nunca se supo los años que tenía. Vino aquí en la temporada 69-70, oficialmente con 24 años, pero debía de tener bastantes más. Hizo unas campañas memorables. Su última temporada fue la 73-74, la del debut de Nino Arrúa. Lo abracé este año, en la Gala del 75 Aniversario. Seguía siendo un hombretón de una pieza.

Arrúa ha sido uno de los más grandes jugadores de la historia del Zaragoza -muchos piensan que el más grande-, aunque vistiera como un proxeneta de Chicago. Lo trajo Avelino Chaves del Cerro Porteño en la temporada 73-74 y en seguida nos dimos cuenta que estábamos ante un jugador excepcional, ante el mejor “diez” que jamás había tenido el Zaragoza. Lo tenía todo: técnica, facultades físicas, disparo y una capacidad de liderazgo fuera de lo común. Él armaba la jugada desde atrás. Era capaz de coger la pelota de las manos de Nieves o de Irazusta, subirla hasta el centro del campo, irse a rematar la jugada y acabar ésta marcando un gol antológico. Entonces venía lo mejor: corría con los brazos extendidos hacia las gradas y se fundía en un abrazo con los aficionados, que no podían creerse que tuvieran allí entre sus brazos, sudoroso y exultante, a uno de los más grandes mitos del zaragocismo. Esa forma de celebrar los goles, que nunca se había visto antes en La Romareda, nos emocionaba a todos. Metió uno de los seis goles del Zaragoza al Madrid en abril de 1975. Ese día, cuando Simarro hizo el sexto, mi compañero de localidad, después de abrazarme, miró al cielo y exclamó: “Dios existe”. Ya no podíamos ser más felices.

Arrúa formó una pareja inolvidable con “Lobo” Diarte, el más rápido delantero centro que uno recuerda en el Zaragoza, nuestro particular Mario Alberto Kempes. Desde que le vimos jugar su primer partido y meter su primer gol en La Romareda -al Granada, en el año 74- supimos que el Zaragoza, con él de nueve, siempre sería un equipo grande. En la que habría de ser su última temporada en el Zaragoza llegó a compartir delantera con el aragonés Enrique Porta, fichado esa misma temporada, la 75-76, que había ganado el trofeo “Pichichi” siendo jugador del Granada unos pocos años antes. La marcha de Diarte al Valencia la viví como una catástrofe. Y la temporada siguiente todo nos salió mal.

FINALES

Nunca he podido ver las finales del Zaragoza en directo. Sólo he visto tres y forzado en todos los casos: la final de París por televisión, en casa de mi amigo Luis Alegre, que me insistió una y otra vez para que fuera, y las dos últimas finales de Copa en el campo porque mi hijo me obliga ya a llevarle. Pero yo donde soy feliz de verdad cuando el Zaragoza juega una final es en el cine. Primero me informo de a qué hora es el partido. Luego busco una película cuyo horario coincida exactamente con el del partido y allí me meto huyendo del rabioso directo, como un cobarde cualquiera. Convivir con esta costumbre me ha reportado algunas anécdotas divertidas: sentarme en una butaca del cine Palacio, por ejemplo, y que se coloque a mi lado un señor con un transistor dispuesto a oír el partido. Me tuve que marchar, claro, a la otra punta del cine. O salir de éste con mi santa y paciente esposa, el día de la primera final de Copa con el Celta, y deprimirme inmediatamente al imaginarme que habíamos perdido porque no oíamos los cláxones de los coches, cuando en realidad es que estábamos jugando la prórroga. Caminamos para hacer tiempo Paseo arriba y Paseo abajo (no hace falta decir que cuando un zaragozano habla del “Paseo” se refiere siempre al de Independencia), hasta que vi saltar y abrazarse a unos taxistas que estaban en la parada que había a la altura de la calle Cinco de Marzo. Abrazado con ellos me sumé a la fiesta, mientras mi mujer buscaba afanosamente el teléfono de algún siquiatra de guardia.

La final de la Recopa la viví, como digo, en casa de Luis Alegre, en la calle Conde de Aranda. Me intenté marchar dos o tres veces en la prórroga, pero siempre me cogían cuando ya estaba a punto de coger el ascensor. Y nunca les agradeceré bastante que me obligaran a quedarme, pues la felicidad y la emoción que sentí cuando Nayim metió el gol más importante de la historia del Zaragoza fueron indescriptibles. Recordaré siempre que la primera persona a la que abracé fue a Alberto, el buen padre de Luis. Ese primer abrazo tras el gol fue como el primer beso, que nunca se olvida. Félix Romeo también estaba con nosotros, loco de alegría. Nos quedamos roncos, claro.

A veces ya ni siquiera me atrevo con las semifinales. La vuelta del último partido de Copa con el Madrid, después del 6-1 en La Romareda, la pasé en el cine Elíseos. Cuando terminó la película encendí el móvil y ahí tenía el mensaje de mi fiel Ignacio Martínez de Pisón diciéndome el resultado. Y es que ya digo: uno es un gallina. Ni con cinco goles de ventaja puede ver un partido tranquilo.  

GOLEADAS

La verdad es que las goleadas no garantizan la felicidad, pero ayudan bastante. La primera gran goleada que recuerdo, descontando el 6-1 al Madrid de 1975 del que ya he hablado, fue la de febrero de 1979 cuando le metimos ocho goles al Español en La Romareda. “Pichi” Alonso hizo cinco y yo me fui feliz a casa para toda la semana. Ángel “Pichi” Alonso era la gran estrella de aquel equipo -recordemos que esa temporada marcó diecinueve goles-, en el que también destacaba la elegancia extrema de Radomir Antic, lo más parecido que ha tenido el Zaragoza a Franz Beckenbauer. “Pichi” Alonso era un poco enclenque y algo desgarbado. No parecía cuando vino que pudiera hacer grandes cosas. Tanto es así que Arsenio Iglesias al verlo comentó con retranca a sus más íntimos: “vaya refuerzo que me han traído”. Pero acabó ganándose el corazón de los aficionados y convirtiéndose en uno de los más grandes goleadores de la historia del Zaragoza. Se equivocó, como también le ocurriría un par de años más tarde al defensa Salva, marchándose al Barcelona, donde no triunfó. El Zaragoza era el equipo hecho a su medida (eso por ejemplo lo entendió a la perfección años más tarde mi amigo Miguel Pardeza), con él había alcanzado la internacionalidad y aquí se habría convertido en un mito, en el máximo goleador de su historia, en algo parecido a lo que puede representar hoy Tamudo -que tanto se le parece en su juego- para el Español. Pero como también sucedió con algunos otros, se dejó deslumbrar por un lujo y una escenografía para los que, como el tiempo demostraría, no estaba preparado.

Ocho goles le hicimos también al Sevilla en La Romareda en la temporada 87-88. Y en la 93-94 seis al Barcelona, dos de ellos de Esnaider. En la Supercopa que jugamos con el Barcelona en agosto del 94 ganamos en el Camp Nou 4-5, aunque no sirvió de nada, pues aquí habíamos perdido 0-2. Higuera metió tres goles aquel día. En diciembre de 1999 le ganamos al Madrid 1-5 en el Santiago Bernabéu, con dos goles de Milosevic, otros dos de Juanele y uno de Garitano. Yo estaba en Jaca, viéndolo en un bar con mi hijo, pero Félix Romeo nos representó a todos los amigos en el Santiago Bernabéu. Fue una noche que no olvidaremos jamás. El otro 6-1 al Madrid, el de la Copa con los cuatro goles de Diego Milito, lo tenemos todavía tan próximo y tan vivo que aún se nos ponen los pelos de punta sólo al recordarlo.

En cualquier caso con las goleadas pasa como con los libros viejos: no siempre el más antiguo es el mejor ni siempre las grandes goleadas son los partidos que más recordamos. Los que no saben de libros viejos piensan que un incunable ha de cotizarse siempre más que un libro de los siglos XIX o XX, pero no sólo no es así en todos los casos sino que muchas veces sucede justo lo contrario. Lo mismo pasa con los partidos: por lo común se disfruta más con un 1-0 en el último minuto ante un equipo grande que metiéndole seis o siete goles a un equipo del montón. Aunque lo mejor sería poder hacer siempre las dos cosas.

CONSEJERO

Y un día, inopinadamente, me hicieron consejero de mi equipo. Un consejero atípico, todo hay que decirlo, que se sale de los palcos porque no  aguanta los nervios, que suele protestar las decisiones de los árbitros y celebrar los goles sin recato concitando las miradas aviesas de los dirigentes de los otros equipos, y que al mismo tiempo puede dedicar algunas horas a visitar el Rastro o las librerías de viejo de las ciudades a las que viaja con el equipo, esperando encontrar ese libro raro y olvidado de Braulio Foz, Pedro Luis de Gálvez o Alejandro Sawa que le proporcionará tanta felicidad como un buen resultado de su equipo. Un consejero que piensa que si gana el Zaragoza gana Aragón y ganamos todos, que el interés por la cultura, la ciencia o la política no está reñido de forma alguna con el fútbol, y que ser feliz y disfrutar con estos asuntos, aparentemente menores, no sólo no debe considerarse una frivolidad sino que es el mejor síntoma de que estamos vivos y de que todavía somos capaces de gozar, sufrir y emocionarnos con la misma intensidad que lo hace un adolescente que se enamora por vez primera. Un consejero que está convencido de que el club es el mejor y más importante embajador de la ciudad y que allí donde juega nuestro equipo ante treinta, cuarenta o cien mil personas, mientras otros millones y millones pueden verlo a su vez por televisión, se está hablando de Zaragoza y de Aragón y se está promocionando un territorio no precisamente sobrado de presencia en los medios; y que cree que el Zaragoza será siempre mucho más que un club, porque gestiona y representa los sentimientos de miles y miles de aragoneses que en él se ven representados y con él se identifican. Un consejero que mantiene su abono en el antiguo “General sentado” y que cuando termine su etapa de servicio al club se volverá allí con sus amigos de siempre para poder cantar a gusto los goles de su equipo, pedir penalti en cuanto soplen a nuestros delanteros en la nuca aunque sea fuera del área, y seguir pensando que nunca agradecerá bastante los grandes momentos de felicidad que el Zaragoza le ha dado en todos los años de su vida.