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LA TRIBU DE PEPE MELERO
Antón Castro, en El sembrador de prodigios
Casi todos los que nos dedicamos a la literatura y al periodismo en Aragón le debemos algo a Pepe Melero: un dato, un detalle de gentileza, su profundo sentido de la amistad, el hilo de oro de las complicidades, una revelación. Y le debemos, sobre todo, su pasión contagiosa por el libro, por la edición, por los escritores de todos los pelajes y, hasta cierto punto, por Aragón. El, más que nadie tal vez, asume el lema de su admirado Juan Manuel Sánchez: “Todo por Aragón y para Aragón”. Su libro Leer para contarlo. Memorias de un bibliófilo aragonés (Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2003) es una confesión de compromiso con este territorio y con sus intelectuales, y es también la constante búsqueda del paraíso. Cada libro es como un estancia del paraíso infinito que es la cultura, la memoria y la vida. Pepe está en una librería de Oviedo y tiene la sensación de habitar un edén perfecto. Está en la librería de Inocencio Ruiz Lasala y dice experimentar, ante una edición original de un autor ya muerto, una “emoción incontenible”. Ese embrujo ante la edición original ya no lo abandonará nunca, y es de eso abrumadoramente de lo que trata este libro: de búsquedas y encuentros, de la felicidad de leer tras abundantes pesquisas y las ramificaciones del azar, que son numerosas. Por ejemplo, consigue una edición de La Eneida de 1592 que no figura en los libros de Juan Manuel Sánchez, impresa además en Zaragoza por Lorenzo de Robles. Esa búsqueda no es ajena a la mitomanía. Pepe Melero es un mitómano de la edición, de la encuadernación, de los libreros y de las librerías, de las editoriales, de las dedicatorias –y quizá ninguna tan bella como una de Manuel Mindán a José Gaos, que fue profesor en Zaragoza: “A mi buen Pepe Gaos, que está tan cerca de mi corazón que cuando le miro me veo y cuando me miro le veo”-, buen amigo de sus compañeros de fatigas como Félix Romeo, con quien no se puede competir en casi nada, Vicente Martínez Tejero, el émulo perfecto de Juan Manuel Sánchez, o Ángel Artal Burriel, a quien retrata con su sentido del humor británico, su distanciamiento de lo banal y su orgullo levantisco. También es un libro de usos y costumbres en la adquisición de ejemplares en librerías, ferias o en el rastro: Pepe va con sus amigos a Madrid, se separan de inmediato y luego quedan a comer para glosar la adquisición de tesoros por separado. Y sin competencia. La camaradería y un poco de codicia se mezclan en este oficio, aunque Pepe dice que él no es un coleccionista de libros sino un lector un poco maniático, un explorador de nuevos textos y, sobre todo, un “voyeur”. Y si del Zaragoza se trata, puede ser un “energúmeno peligroso”. Nos da una advertencia y una lección: “En esto de los libros viejos la quimérica ambición de querer comprar siempre bueno y barato es habitual compañera de los necios”. Leer para contarlo es, en primer lugar, una enciclopedia personal del libro a través de un lector insaciable, un ejercicio de erudición y de curiosidad. Podemos entender mejor la literatura europea, española y, en particular la aragonesa, a la luz del texto. De refilón, entre anécdotas a ciento, chascarrillos y rigor científico, asistimos a la construcción de una biblioteca y a la construcción de unas aficiones concretas: el fervor por las revistas, la poesía, los dietarios, la historia y el memorialismo, y la literatura. Pepe suele decir que, antes que nada, le apasiona la historia. 2. También es un libro sobre los fetichismos: las dedicatorias destinadas a él mismo, las dedicatorias cruzadas o imposibles (como las de Borges o Sender), los ex libris (tiene varios: de Natalio Bayo, de Pepe Cerdá, de Jorge Gay, de José Luis Cano), la encuadernación, la edición ilustrada, y los escritores. Es tan mitómano que siente devoción hasta por sus casas, como le sucede con Sixto Celorrio en Calatayud. 3. Es también un paseo por los raros y olvidados que siempre le han gustado tanto. Por aquí desfilan Armando Buscarini, Ana Maria Sagi, Pedro Luis de Gálvez, Eugenio Noel, Dorio de Gádex o Vidal y Planas, por citar algunos. Aunque ninguno tan divertido quizá como el médico y poeta modernista Fernando Villegas Estrada, al que llamaron una vez para atender a un enfermo grave y dijo: “No puedo ponerle la inyección que le haría falta, porque yo, más que médico, soy poeta lírico, y he vendido el botiquín para comprarme aguardiente”. 4. Leer para contarlo es un inventario impresionista que contiene un amplio anecdotario. Por ejemplo, nos recuerda que el cadáver de Eugenio Noel se extravió en la estación de Zaragoza en un viaje de Barcelona a Madrid. O que Pilar Valderrama, la poetisa que pasaría a la historia como la Guiomar de Antonio Machado, estudió en Zaragoza en su infancia. O que en Barcelona, una señora andrajosa buscaba afanosamente un ejemplar de Siete domingos rojos de Ramón José Sender, y en cuanto lo obtuvo se puso a romperlo a pedazos. Habla del poeta y ganadero Fernando Villalón, “cuyo ideal era obtener un tipo de toro de lidia que tuviese los ojos verdes”. Y si alguien no lo recuerda o no lo sabe, también nos dice que el primer constructor de una bicicleta en España fue el mecánico oscense Mariano Catalán; entonces se llamaba velocípero y luego velocípedo. Cuenta un detalle personal muy gracioso: Melero formó un grupo musical, “Paco, Pepe y Juan”, a la manera de “Peter, Paul and Mary”, que ya hacía versiones de Labordeta. 5. Este también es un libro de historias de amor. Las historias de amor marginales de Álvaro Retana, que concluyeron dramáticamente en 1970. La historia de amor de Pilar Sinués y José Marco que se casaron por poderes y sin conocerse, se dedicaron libros que parecían escribir a cuatro manos y que Pepe pudo comprar; acabaron separándose por celos de él ante el éxito de ella. Y la otra historia de amor imposible del libro es la de Benjamín Jarnés y Rosa Arciniega. Jarnés, casado con Gregoria Bergua, se consoló con una demoiselle francesa llamada Germaine; para pagarle sus favores, escribía novelas pornográficas con seudónimo. En el exilio tuvo otra amante, Lucila, que se hizo llamar Paulita Brook. Como se ve, Pepe como cronista literario de las revistas del corazón no tendría precio. 6. Pepe también ha escrito un libro de confesiones íntimas y de galanterías. Es galante con su multitud de amigos, en ese sentido Leer para contarlo también podría haberse titulado El libro de los amigos, y con Yolanda Polo, que consiguió comprar un libro por la mitad de precio que él ante un vendedor terco. “Ves... como te necesito para todo”. Pepe no es como Álvarez Cascos y asume su condición de profeta. Invoca a su amigo Chesús Bernal -uno de sus grandes amigos desde tiempos remotos, si puede emplearse adjetivo para el eterno adolescente de los libros-, y dice “que será el futuro presidente de Aragón”. 7. Leer para contarlo es el libro de infinitos libros, de portadas, de rarezas, un inventario de libreros y librerías (Pérez, Hesperia, Luces de Bohemia, Abel Pérez, Blas Vega, Couceiro, Lasala, Riudavets...), un estudio de la historia de la bibliofilia y un manual de admirables retratos. El retrato de Primitivo Lahoz, dueño de un puesto de libros en la Cuesta de Moyano, es prodigioso. Despreciaba a los “escritores bohemios, alcohólicos y mujeriegos” y también fue un poeta patético y novelista en La tormenta en mi jardín, donde narra la historia de un personaje que fue “padre, esposo y viudo a la vez”. Redactó un libro de Curiosidades matemáticas, que le hizo decir a Cansinos, como si fuese el propio Lahoz: “Yo hago prosa y verso... y además también cultivo la ciencia en los ratos de ocio”. Murió en 1967. Aunque quizá el retrato más perfecto es el del barojiano Inocencio Ruiz Lasala, a quien siempre ha considerado Pepe un maestro. Es un retrato impecable que no elude ese aparente desdén de Inocencio, su dignidad, su incómodo orgullo. “No parece el hijo de un zapatero sino el de un noble arruinado que mantiene su porte y oculta su decadencia. Por eso nunca fue demasiado amable con los clientes”. 8. Y Leer para contarlo, que nació de un encargo explícito de Eloy Fernández Clemente, también es un libro milagroso. Inocencio Ruiz tuvo que ser ingresado en el hospital, herido de muerte. Quiso el azar que su compañero de habitación tuviese un familiar en la imprenta Tipolínea, donde se imprimen los libros de la Biblioteca Aragonesa de Cultura. Accedió a las pruebas y se las pasó a Inocencio: leyó el capítulo y lloró de emoción, y se ha recuperado [Se recuperó para un par de meses, porque luego se murió casi nonagenario]. El libro ha sido un alivio: la mejor medicina. Este es un nuevo triunfo del azar y de la literatura. Y de este sabio aragonés de libros del mundo que es José Luis Melero Rivas, que, como decía Borges a propósito de Pasaje a la India, aboga por los libros divertidos y posee él mismo un extraordinario sentido del humor: “Sé de lectores muy austeros que han dicho que nadie los convencerá de la importancia de un libro tan ameno”. Éste es ameno e importante.
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