Lo que lee un editor

Javier Castro Flórez en La Opinión de Murcia, 10 de noviembre de 2018

 

 

Veinticinco años tenía Martín Vázquez de Arce cuando murió ahogado en la acción militar de la Acequia Gorda cerca de Granada en 1486. He recordado su sepulcro en la catedral de Sigüenza al leer “El lector incorregible” de José Luis Melero porque, al igual que aquel joven, yo he estado repatingado libro en mano, ajeno al tiempo… como en otro mundo. Al doncel se ve algo incómodo y tristón, medio de lado y, en las manos un tocho que podría ser lo último de María Dueñas mientras a sus pies le acompañan un ángel y un león bastante canijo. Yo he estado en mi tresillo mejor que él en su tumba: acostado cuan largo soy bajo un nórdico a modo de sudario y también con un felino (en mi caso una humilde gata) ronroneando y calentándome los pies mientras pensaba, al ver las amapolas que ha dibujado Jorge Gay para la portada de este precioso volumen, que si hay alguien capaz del milagro de hacer un ramo con estas flores indómitas ese es Melero. Parece que solo él pudiera arrancar del fondo oscuro del tiempo esas historias temblorosas y frágiles como pétalos de amapola y recogerlas en un libro que, como todos los suyos, hablando de cosas olvidadas y cubiertas de polvo está paradójicamente lleno de vida. ¡Y qué historias! La de Jacobo Morcillo, autor de la canción de la vaca lechera, negro de Durruti y primer representante de Julio Iglesias, la del gordo Gómez, poeta que acabó sus días como contable de un club de alterne o la de Baldomera, la hija de Larra, que montó una estafa piramidal de mucho cuidado. Las andanzas del manuscrito de “Poeta en Nueva York” de Lorca, la historia de un libro prestado y luego recuperado gracias a un robo, la del fusilamiento en 1940 del tenor Carlos Lizondo que cantó ante el pelotón “Adiós a la vida” con tal sentimiento que provocó el desmayo de uno de los del piquete… Cuenta Melero su emoción al encontrar dentro de un baúl en un desván las huellas de Cernuda y las Misiones Pedagógicas, se compadece del destino de Alfedro Castellón presente en la famosa foto del homenaje a Machado en Colliure en 1959 y al que Barral confundió con un policía o recuerda a Joseph Pujol el Pedómano que triunfó en el Moulin Rouge a finales del XIX gracias a la prodigiosa elasticidad de su ano con el que podía tirarse pedos modulando los sonidos con tal habilidad que sus ventosidades musicales adquirieron nombres propios : el pedo del albañil, el de la recién casada, el del cañonazo, el del trueno y el de la modista que duraba unos diez segundos e imitaba a la perfección el sonido de una tela al rasgarse. Cosas preciosas, tristes o alegres, que Melero va recogiendo en los libros que lee y que me recuerdan algo sobre las fiestas en la antigua Babilonia que contaba Landero en una novela. Según parece, cuando los invitados estaban ya cansados de comer, beber y bailar, era costumbre que el anfitrión hiciera traer una momia al convite y paseara el cadáver entre la gente que, al ver que estamos aquí cuatro días, recuperaba rápidamente las ganas de seguir la parranda. A mí me pasa lo mismo con estos artículos en los que Melero exhuma retazos de vidas de las catacumbas de viejos libros: que me dan ganas de vivir. No he estado últimamente para muchas fiestas, si se me permite la confesión, pero leer este libro y sentir que salía el sol y se amainaba la ventisca otoñal ha sido todo uno. Ahora que lo pienso, el Doncel de Sigüenza lee a Melero, se ha encuadernado juntos todos sus libros. Por eso está levantándose, porque le han dado ganas de dejar la capilla y salirse a la calle.