Prólogo
Desde mucho antes de conocerlo, ya tenía de Jesús Villanueva los mejores informes y referencias. En los ambientes zaragocistas de mayor pedigrí se decía siempre que el doctor Villanueva era todo un personaje: hombre de mundo, guapo, simpático, seductor… y zaragocista a carta cabal. Parecía tener amistad con todos los médicos especialistas que el club pudiera precisar y, en su condición de jefe de los servicios médicos del Zaragoza (lo que era un modo ampuloso de decir las cosas, pues durante años y años no hubo en el club otro médico que él), sabía a quiénes de sus colegas debía dirigirse para solucionar cualquier problema médico que surgiera en el equipo. Él, naturalmente, no podía saber de todo (Villanueva ha sido fisiólogo y ha dado clases más de treinta años en la cátedra de Fisiología, pero no sería justo pedirle que, a la vez, fuera también, pongamos por caso, un reputado traumatólogo especialista en lesiones de rodilla), pero sí tenía todos los contactos precisos -y el ascendiente suficiente sobre ellos- para que se atendiera a nuestros jugadores (y a sus familiares, y a los empleados del club, y a los directivos, y a los periodistas… y a quienes hiciera falta, porque Jesús de todos se ocupaba) cuando lo necesitaran. Me decían también que Villanueva era hombre de lealtades: de lealtad al club que le pagaba y de lealtad a sus muchos amigos, a los que no abandonaba nunca. Y aquello me gustaba, pues yo también pertenezco a esa grey de gente leal que no cambia de ideas, ni de amigos, ni de equipo de fútbol. Llegó el momento de conocerlo cuando me hicieron consejero del Zaragoza en la temporada 2006-2007. Y pude comprobar entonces que todo lo que me habían dicho de él era cierto. Como yo viajaba casi siempre con el equipo a todos los desplazamientos (hice en mis años de consejero más de cincuenta viajes con el Zaragoza), empecé a coger la costumbre de dar por las mañanas del día del partido un largo paseo con Jesús Villanueva. A él le gusta mucho caminar, conoce bien todas las ciudades por haber estado en ellas decenas de veces, y me llevaba de aquí para allá como si estuviéramos en el salón de su casa. A esos largos paseos se sumaban muchas veces Manuel de Miguel, nuestro buen amigo y entonces director de comunicación del Zaragoza, y Juan Morgado, que era en aquellos años el delegado del club. Nuestro primer gran paseo fue en Vigo el 26 de noviembre de 2006 y esa tarde empatamos a uno en Balaídos. Comenzamos a tomarnos cariño y nuestra relación se hizo muy especial. Él es un hombre con formación, con la suficiente finura intelectual como para apreciar las cosas que yo le contaba y le pedía. Y así en diferentes días de partido me acompañó a la librería de viejo de Antonio Mateos en Málaga (donde compré uno de los más importantes libros sobre los Sitios de Zaragoza que me faltaban, el del barón Rogniat, de 1814), a la casa de Blasco Ibáñez en la Malvarrosa, en Valencia, o a visitar el retablo de Miquel Barceló en la catedral de Palma. Él disfrutaba conmigo, porque no había conocido en el mundo del fútbol a nadie de mi perfil, y yo me sentía muy a gusto con él, mientras me contaba mil y una historias de sus muchos años de servicio al Zaragoza. Algunas de esas anécdotas están incluidas en este libro y otras -bastantes otras- no, porque no puede contarlas. Pero sepan que yo, para que no se olviden, las tengo todas anotadas. Los dos éramos -con nuestros amigos, el presidente Eduardo Bandrés, el consejero Fernando Zamora y el secretario general Paco Checa- los zaragocistas más obstinados e irreductibles que viajábamos con el equipo, pero, a diferencia de aquéllos, ni él ni yo podíamos acabar de ver los partidos cuando el resultado era incierto. Así que muchas veces nos encontrábamos Villanueva y yo paseando por los vomitorios, cuando faltaban pocos minutos para que concluyera el partido, porque habíamos abandonado el palco y no teníamos valor para ver en directo el final. Nos cruzábamos sin hablarnos, paseando como dos fantasmas, él fumando un cigarrillo tras otro, y yo creyendo ingenuamente que así tal vez pasaría el tiempo más rápido. Su fanatismo, por tanto, su incondicional zaragocismo, ejemplar y apasionado, no me lo tiene que explicar nadie: lo he visto yo y lo he vivido a su lado. Esa imposibilidad de ver los minutos finales en directo, cuando el marcador era ajustado, nos unió mucho también, pues éramos como digo los únicos de toda la expedición zaragocista que sufrían aquella patología, y nos sentíamos como si fuéramos los hermanos mayores o consiliarios de una cofradía de chiflados enfermos de zaragocismo. Nuestra relación se mantuvo siempre igual de estrecha mientras yo estuve en el club. Cuando en diciembre de 2009 todo el Consejo de Administración, con Eduardo Bandrés a la cabeza, presentó la dimisión, no solamente no dejamos de tratarnos sino que seguimos viéndonos a menudo y desde entonces quedamos para cenar, junto con un pequeño grupo de amigos, una vez cada dos meses. En una de esas cenas yo le propuse que tenía que escribir sus memorias de zaragocista. Le insistí mucho porque creía que tenía una gran cantidad de cosas interesantes que contar y porque pensaba que sería una lástima que, alguien que había disfrutado de una situación tan privilegiada dentro del club, no dejara constancia de su paso por éste. Jesús se dejó convencer pronto y me confesó que ya le había estado dando vueltas al asunto y que creía que podría hacerlo. Buscamos editor y a los pocos meses ya me mandó un puñado de folios. Así se gestó este libro que hoy, lector, tienes en las manos a mayor gloria de la historia del Zaragoza. Villanueva narra toda su vida con el Zaragoza en el libro, desde que entró en el club en el mes de junio de 1982 -siendo presidente Armando Sisqués y entrenador Leo Beenhakker- hasta su salida en enero de 2015. Y lo escribe sin pelos en la lengua, con respeto hacia todos, pero contando cosas que a muchos les llamarán la atención por su valentía, sinceridad y crudeza. Dejó el arbitraje -siendo ya colegiado de Primera División, pues lo habían ascendido ese mismo año- para trabajar en una primera etapa codo con codo con Enrique Pelegrín, y suceder a éste como médico del club unos pocos años más tarde; y a partir de ahí Jesús Villanueva vivió ya siempre por y para el Zaragoza, sin perderse ni un solo partido de nuestro equipo, ya fuera oficial o amistoso. Guarda de Pelegrín (de “guía, maestro y amigo”, lo califica en el libro) el mejor de los recuerdos y, agradecido a quien le ayudó en sus comienzos, le dedica algunas líneas conmovedoras. En el libro hay semblanzas inolvidables como la del secretario general Julián Díaz (“el auténtico factótum del Real Zaragoza”, pues en el club “no se movía un papel sin su consentimiento”, a quien se ganó regalándole cucharillas con escudos de las ciudades a las que viajaban, que Díaz coleccionaba), Leo Beenhakker (que apartó a Pedro Camus del equipo por ir a peinarse en el descanso mientras el entrenador explicaba la táctica para la segunda parte), Andrés Magallón (que era un “genio” y que cuando Jesús se iba de juerga con Beenhakker le decía aquella famosa frase atribuida a Indalecio Prieto: “Me das más miedo que un requeté recién comulgado”), Avelino Chaves (“constante y meticuloso”, que fichó por entonces a Beto Barbas), Jorge Valdano (que tuvo un “comportamiento ejemplar” mientras fue jugador de nuestro equipo), Eugenio Vitaller (que no sólo era un extraordinario portero, sino “un grandísimo jugador de cartas, quizá el mejor que hubo en el Real Zaragoza”), el defensa Canito (que vino a sustituir a Salva y guardaba en su casa más de doce mil películas de vídeo, no porque fuera un gran cinéfilo, sino “porque en Sevilla había sido propietario de un videoclub y cuando cerró el negocio se trajo consigo casi todo el material”), o los entrenadores Paco Flores (“un hombre coherente, leal y sincero” y “el único capaz de tener contentos a titulares y suplentes”, pero el menos diplomático que Villanueva ha conocido en su vida) y Marcelino García Toral (“un hombre desconfiado, tal vez con manía persecutoria”, que creía que todo el mundo era su enemigo y que “trabajó mucho para conseguirlo”). De este tipo de semblanzas está lleno todo el libro, que es un maravilloso recorrido histórico y sentimental por más de tres décadas de zaragocismo. Y el anecdotario es, como se espera de un libro como éste, tan abundante como jugoso, destacando, entre otras muchas, las anécdotas referidas al presidente Alfonso Soláns Serrano (todo un personaje, muy representativo de una época y una manera de hacer las cosas que no volverán), que son las más divertidas de todo el libro. Villanueva también trata de explicar asuntos controvertidos en la historia reciente del Zaragoza, como el gol del defensa Goicoechea en propia puerta, en un partido contra el Athletic de Bilbao, en el que ambos equipos habían pactado el empate; la dimisión del presidente Ángel Aznar después de ganar la Copa del 86; las primas “patrocinadas” del Huesca a sus jugadores para ganar al Zaragoza un partido de pretemporada, inventadas, según nos cuenta, por Javier Tebas; las “atenciones especiales” que se dispensaban a los árbitros que venían de países del Este, en la época en que los clubes debían ocuparse de ellos; el intento de despido como mánager de Paco Santamaría, quien fuera central del equipo de los Magníficos, impulsado por una oposición liderada por José Ángel Zalba a la que “le importaba un bledo el equipo”; su viaje a Alemania para traerse a un Andreas Brehme desaparecido; la indiferencia que siempre sintió por el Zaragoza la alcaldesa Luisa Fernanda Rudi, quien un mes antes de su elección había declarado que no le gustaba el fútbol y que no sabía si vería el partido de la final de París por televisión; los enfrentamientos entre nuestro entrenador Txetxu Rojo y el árbitro Iturralde González, que estuvieron a punto de llegar a las manos y que en nada nos favorecían; las retiradas forzosas de Juan Señor y César Láinez; o la tradicional falta de apoyo al club por parte de las instituciones, con excepción, nos recuerda, de un levantamiento de embargo por parte del alcalde Ramón Sáinz de Varanda, el aval que concedió al Zaragoza el Gobierno de Aragón siendo consejero de Economía Eduardo Bandrés, y una ayuda de la Diputación Provincial de Zaragoza presidida por Luis María Beamonte. Todo el libro es un apasionado canto de amor al Zaragoza, escrito por alguien que sabe muy bien de lo que habla, por alguien que es historia viva de un club al que sirvió con ejemplar dedicación durante media vida. A ningún zaragocista decepcionará su lectura, porque le proporcionará una gran información de primera mano, le hará sonreír muchas veces con su rico anecdotario, y le confirmará, por si hiciera falta, que su decisión al escoger equipo fue acertada: eligió, como todos sabemos bien, al mejor equipo del mundo. JOSÉ LUIS MELERO
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