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PRÓLOGO a Mercado Central de José Antonio Labordeta Editorial Xordica. Zaragoza, 2011 José Luis Melero
Mercado Central es el único libro completo y preparado para la imprenta que permanecía inédito de José Antonio Labordeta, ya que de la novela que había comenzado en los últimos meses, basada en un crimen que se cometió en su juventud en la zaragozana calle de Boggiero, en el corazón del barrio de San Pablo, apenas llegó a escribir un puñado de folios. Este Mercado Central lo dejó cerrado y terminado un par de años antes morir, pero la edición de sus dos últimos libros de memorias (Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados en febrero de 2009, y Regular, gracias a Dios en mayo de 2010) fue demorando su salida y retrasó hasta hoy su publicación. El libro contiene un conjunto de semblanzas, humorísticas a veces, distorsionadas muchas veces y caricaturizadas siempre, de algunos de sus mejores amigos. Las escribió muy rápidamente, quizá en dos o tres meses, y, con excepción de unas pocas que me entregó en papel dentro de un estuche o carpeta, con el título definitivo ya puesto, me las fue enviando a casa, por correo electrónico, una por una, conforme las iba redactando. Temía que pudiera exagerar demasiado algunos de los rasgos de sus amigos, que alguno de éstos pudiera molestarse, y quería que las fuera leyendo para tener la certeza de que aquellos daguerrotipos divertidos, surrealistas y disparatados, pero siempre cálidos y amables, podían acabar convirtiéndose en un libro que bien podría completar aquel otro de Los amigos contados que publicara en 1994 en edición no venal preparada por Félix Romeo y auspiciada por la zaragozana Librería General, y que sería reeditado por Xordica en 2002. Incluso contempló en alguna ocasión, para reforzar ese hilo de continuidad entre ambos libros, la posibilidad de titular este último Los amigos descontados, que llevaría como subtítulo Por descontado, amigos. Así consta también en alguno de los originales que conservo. Pero en esa carpeta de la que antes hablaba, en la que me entregó las primeras de estas semblanzas, está escrito de su puño y letra el título que se ha utilizado para esta edición y que fue siempre su preferido: Mercado Central, en homenaje al gran mercado modernista que proyectara el arquitecto turiasonense Félix Navarro, muy próximo al callejón del Buen Pastor donde transcurrieron los primeros años de la vida de José Antonio Labordeta, y en el que sus diferentes puestos -coloristas y variopintos- vendrían a ser como sus amigos retratados en el libro: todos próximos, todos diferentes, todos queridos y necesarios. Si en Los amigos contados Labordeta hablaba de algunos de sus más viejos amigos (Pío Fernández Cueto, Manuel Pinillos, Luis García Abrines, Manolo Rotellar, Luciano Gracia, Pablo Serrano, Santiago Lagunas, Emilio Lalinde, Julio Antonio Gómez…) y utilizaba un tono teñido de melancolía y nostalgia, muy propio del Labordeta de los años setenta y ochenta cuando aquellos retratos se publicaron en la revista “Andalán”, en Mercado Central casi la mitad de las semblanzas corresponden a sus amigos más jóvenes y el tono elegíaco ha dado paso definitivamente al Labordeta más jovial, vitalista y divertido, al Labordeta somarda, cachondo y socarrón que tanto nos hizo reír en paseos, tertulias y cenas interminables. Así pues el humor, ese humor marca de la casa, tan delirante en ocasiones y tan buñueliano, tan aragonés en definitiva, está presente en casi cada una de las semblanzas del libro: recordemos a su hermano Miguel llegando siempre tarde al fútbol (pero no un poco tarde, sino medio partido tarde, pues salía de casa en dirección al campo cuando terminaba la primera parte); a Luis García Abrines -el único con Julio Antonio Gómez que ya aparecía en Los amigos contados y el único de aquella serie que aún permanece felizmente entre nosotros- repartiendo bendiciones en París disfrazado de obispo; a Fernando Ferreró perdiendo deshilachado en el mar aquel bañador que se compró en los inolvidables “Saldos Arias” y pidiéndoles a Juana de Grandes y a José Antonio Labordeta, que estaban con él en la playa, algo con lo que cubrirse y poder salir del agua; a Javier Tomeo siendo recibido en Quicena con banda de música, gritándole “¡Amadoooo!” al Monstruo y abrazándose luego con él; a Emilio Gastón quemando involuntariamente las bragas de sus vecinas, o a Luis Alegre besándose con Penélope Cruz en la plaza de Malasaña mientras una muchedumbre entona la “Bien pagá”. A su editor Chusé Raúl Usón lo presenta como perteneciente a la especie pirenaica de los “Usones”, caracterizada por gruñir cuando hablan y por aparearse delicadamente una sola vez; a Félix Romeo lo representa como un tifón, huracán o tsunami que se lleva por delante todos los malos libros, y de Ismael Grasa, a quien apoda jocosamente la “Gran Esfinge” de Blecua -el pueblo oscense del que procede su familia-, desvela Labordeta que “como todo bien nacido en este territorio es socio, barato, del Real Zaragoza”, lo que no sé si provocará el abucheo generalizado de los antizaragocistas más intransigentes de su Huesca natal. Sólo evita la parodia y mantiene aquel antiguo registro conmovedor y dolorido cuando recuerda al “gordo” Julio Antonio Gómez (“se fue junto a sus gorilas a rebuscar entre ellos la memoria de Luciano Gracia o los sueños de Gúdel o de Salas que, seguro, andan por las orillas del lago Kivú a la espera del día inexistente de la gran resurrección de los poetas verdaderos”, escribe con emoción de su amigo), cuya muerte tanto dolor causó entre sus viejos colegas zaragozanos de versos y parrandas. Ni siquiera en los casos de Miguel Labordeta y Antonio Artero, los otros dos protagonistas del libro que desgraciadamente ya no podrán leerlo, consigue José Antonio Labordeta ponerse serio y dejar a un lado zumbas, chanzas y cuchufletas. El libro está lleno, además, de buena literatura, de esa buena literatura que surge a borbotones entre la prosa a veces descuidada y sin terminar de pulir tan propia de Labordeta, pero que sin embargo es capaz de alumbrar las imágenes más bellas y de transmitir emoción y sentimiento como sólo pueden hacerlo los libros en verdad importantes. Algunas de esas imágenes del libro son extraordinarias, como aquella, inolvidable, en que la nieve del invierno cubre las esculturas de Emilio Gastón, depositadas en el patio de la ferrería de Echo, de manera que semejan “soldados napoleónicos” derrotados por la Rusia de los zares y consolados por algunos buenos chesos que deciden adornar esos “cadáveres exquisitos” llevándoles coronas de laurel. Labordeta escribió estos retratos de sus amigos con enorme cariño y admiración hacia ellos, porque él quería y admiraba sin reservas a sus muchos amigos (su viuda Juana de Grandes se ha cansado de repetir estos días que José Antonio era “muy amigo de sus amigos”). Y los escribió como un puro divertimento, exagerando los rasgos de casi todos ellos y distorsionándolos hasta el extremo. No le importaba pues tanto el retrato como crear una imagen lúdica, entrañable y sugerente del retratado. Todos ellos están también llenos de ternura, de esa ternura labordetiana que en ocasiones hay que saberla buscar bajo la hojarasca de lo esperpéntico y lo grotesco que caracteriza a muchas de estas semblanzas, de esa ternura que tantas veces José Antonio, como les sucede a no pocos de los habitantes de estos parajes, escondía voluntariamente bajo una falsa apariencia de rudeza para no mostrar demasiado los sentimientos, para no parecer sensible, delicado ni complaciente. Ya escribió él en una de sus canciones más famosas, “Somos”, que, al igual que nuestra tierra, éramos “suaves como la arcilla”, pero “duros del roquedal”. Y los fue escribiendo, como comprenderán todos lo que conocieron bien a Labordeta, sin ningún orden preconcebido, tal y como se iba acordando de sus amigos. Yo sí conozco naturalmente el orden en que los redactó, pues José Antonio los iba numerando conforme me los pasaba, pero no pienso desvelarlo, no vaya a ser que alguno, equivocada y torticeramente, trate de organizar un ránking de amistades. De ahí que se presenten cronológicamente, del más mayor al más joven. Había otros muchos retratos que tenía previstos y que nunca llegó a terminar, pues el cáncer se lo llevó todo por delante: los de los escritores Ignacio Martínez de Pisón, Eva Puyó y Daniel Gascón, los de la librera Eva Cosculluela, la poeta Marta Navarro, la pintora Mary Burges… De todos ellos y de algunos otros me habló muchas veces. Y de varios sé que escribió algún borrador, aunque el resultado final no debió de gustarle demasiado pues nunca llegó a entregármelos ni pude leerlos. En esta colección de semblanzas está el mejor Labordeta, el Labordeta divertido, inteligente y cariñoso, el Labordeta apasionado por la literatura, el que escribió con pasión prácticamente hasta el final de sus días. Ese Labordeta que nos enseñó a disfrutar de la vida y de la amistad como sólo los grandes hombres son capaces de hacerlo y que permanecerá siempre vivo en los corazones de todos cuantos lo quisimos.
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