JOSÉ IRANZO, EL PASTOR DE ANDORRA 

 

 

                                      

José Iranzo Bielsa, “El Pastor de Andorra”, nació en esa villa turolense el 20 de octubre de 1915. Su padre, Segundo, era de Aliaga, y su madre, Antonia, de Andorra. En la famosa epidemia de gripe de 1918 murieron su padre y dos de sus hermanos, Manuel y Julio. Antonia y sus otros dos hijos, Martín y José, se quedaron solos, así que tuvieron que vender las pocas cabras que tenían, Martín se puso a trabajar en el campo y nuestro José, a los 8 años, comenzó a ir de pastor para el tío Martín el Moreno. Aprendió enseguida el oficio y años más tarde trabajaría también para el tío Manuel el Gordico, en el Mas del Mojón, junto al monte de Híjar. En el campo comenzó a cantar la jota, a su manera, como se la había oído cantar a sus mayores, sin que nadie se la enseñara. Pero José ya se dio cuenta de que tenía una voz portentosa, tanto que cuando empezaba a cantar el ganado se espantaba pues las ovejas creían que les estaba gritando. A medida que la jota iba avanzando el ganado se iba tranquilizando, y cuando José llegaba al final parecía ya como si las ovejas estuvieran escuchándolo. El último patrono para el que trabajó a jornal fue el tío Francisco el Ventorrillero. En El Ventorrillo habría de quedarse ya para siempre, allí se establecería como pastor y ganadero y allí conocería a la que sería el único amor de su vida, Pascuala Balaguer, con la que se casó en septiembre de 1939, con la que, como confesó tantas veces, nunca discutió en su vida, y a la que le cantaba aquello de “Asómate a la ventana / Pascuala de mis amores / y verán salir el sol / tus ojos que son dos soles”. En El Ventorrillo lo visité yo por primera vez en junio de 1999 junto con el periodista y escritor Antón Castro, con motivo de una entrevista que éste quería hacerle para El Periódico de Aragón. Ese día, con Pascuala delante, también nos dijo lo mucho que la quería, que siempre se habían llevado bien y que no había que discutir por nada, porque no merecía la pena. Pascuala “tenía unos ojos que hablaban y estaba loco de amor, loco de amor, y loco de amor sigo por ella. Si volviera a casarme no la encontraría mejor. Nada le viene mal. Tiene mucho más genio que yo, pero no ha conseguido que me enfade ni una sola vez desde que vivimos juntos”, nos confesó aquella tarde y así lo recogió Antón Castro en su periódico. Con esa forma de estar en el mundo y de entender la vida, los dos, claro, llegaron a centenarios. 

Cuando estaba terminando el servicio militar en el Cuartel del Carmen de Zaragoza, con el Regimiento 52, un teniente lo escuchó cantar en la cantina. Tanto le gustó que lo invitó a cantar delante de otros oficiales y de ahí, con la ayuda de un suboficial que le pagó las primeras clases, pasó ya a aprender con Pascuala Perié. No estuvo más que unos meses con la gran cantadora y maestra de joteros de Nuez de Ebro, pero fueron suficientes, porque ya en 1943 ganó el primer premio del Certamen Oficial de Jota. No volvería a presentarse al Certamen hasta 1974, año en que obtendría el Premio Extraordinario. No podía ser de otra manera cuando una leyenda viva se presenta a concursar. Recuerdo muy bien la fecha, porque ese año fue el primero en que yo asistí al Certamen y ya nunca he dejado de hacerlo desde entonces. La interpretación que hizo aquel día Iranzo de la tonada que siempre suele cantarse con la cantica de “Si mis ojos te dan pena / yo los aprisionaré…” fue prodigiosa y memorable, aunque  Mariano Arregui, el gran cantador de Ricla y su rival ese 8 de octubre, estuvo también inconmensurable y cantó la “Carcelera” y la zaragozana pura de “Aunque pongan en el puente” como para sacarlo en procesión. Por no decir con qué bravura y desparpajo abordó una de sus rondadoras preferidas: “Yo soy el amo la burra / en la burra mando yo…”. Si ese año no hubiera concurrido Iranzo, Arregui habría sido el campeón. 

Tras su triunfo en el Certamen de 1943, Iranzo comenzó ya a cantar con los más grandes y Pascuala Perié lo contrató para ir a cantar a Madrid con José Oto y Felisa Galé, entre otros. Luego ya comenzó a viajar al extranjero. Al principio José no quería ir pues debía atender a sus ovejas. Le ofrecieron una larga gira por Europa y se resistía a aceptarla. Fue Pascuala quien lo convenció, asegurándole que su padre y sus hermanos cuidarían del ganado. Acabó viajando por media Europa: Londres (donde estuvo un mes), París, Ámsterdam, Róterdam, La Haya, Brujas… Cantó mucho en Alemania (recordaba especialmente sus actuaciones en Düsseldorf), en Portugal y en Italia (Verona, Venecia, Roma…). Viajó también a Cuba, en donde estuvo tres meses cantando en La Habana, en Santiago, en Camagüey… y a Estados Unidos. Allí, en Nueva York, como es bien sabido, le cantó a Robert Kennedy en inglés. Le escribieron la letra, le explicaron cómo se pronunciaba, José la memorizó y se la cantó: “Here in America / people are very nice, / when you ask a question / they answer whith a smile”. También cantó en México, en Canadá (donde estuvo una temporada actuando en Montreal y Quebec), en Marruecos… Durante muchos años la jota aragonesa viajó por medio mundo y allí siempre estuvo Iranzo, tanto como cantador en solitario de jotas de estilo como para acompañar al baile, que era sin duda lo que más gustaba y hacía vibrar a la gente en el extranjero. No hace falta decir que recorrió todo Aragón y toda España. En Aragón fue tal vez el rondador más solicitado y querido, pues su entrega en las rondas era legendaria. Conocía centenares de coplas y las cantaba generosamente en las innumerables rondas en las que participó. Muchos grandes rondadores turolenses como Isidro Claver o Blas Rando se formaron a su lado y aprendieron de él.   

En la historia de la jota aragonesa, Iranzo ocupa un lugar muy relevante. Dominó muchos estilos y tonadas -algunos de los cuales él dio a conocer y popularizó-, su voz prodigiosa se mantuvo firme durante muchos años, y aunque no fue nunca un fino estilista, aunque la academia y los cánones eran incompatibles con él, tuvo siempre algo de lo que muchos de los demás carecían: su facilidad para conectar con el pueblo y la emoción telúrica que transmitía al cantar, porque quienes lo escuchaban sabían que estaban delante de alguien de verdad, de alguien que cantaba la jota como se cantó en el campo durante décadas, sin florituras ni artificios. Lo que perdía en sintaxis y ortografía joteras lo ganaba en autenticidad y calor. Fue el último gran representante de la jota cantada por el pueblo y para el pueblo, y demostró que cantando así también se puede llegar a ganar el Premio Extraordinario y ser campeón de Aragón. Mostró con su ejemplo que no sólo hay una jota, la jota académica, sino que la jota popular, la que nace de las entrañas del pueblo, tiene también su público y su espacio. Su personalidad lo hacía diferente a todos los demás y cuando salía a cantar uno tenía la certeza de que no iba a escuchar lo mismo que al resto de cantadores: la pureza en Iranzo no se juzgaba por cómo medía o acompasaba sus jotas, o por cómo respetaba los estilos más clásicos, sino por cómo “interpretaba” esos estilos, cómo los hacía propios y personalísimos. A otros tal vez no se les hubieran consentido esos desaires a la tradición y al canon, pero Iranzo estaba por encima del bien y del mal. José era lo que era y todos lo querían y admiraban así. 

Durante casi 50 años, entre 1927 (que es cuando Oto gana el Certamen) y 1974 (año en que Iranzo se hace con el Extraordinario), fue uno de los tres grandes cantadores de Aragón. José Oto, Jesús Gracia y él estuvieron al frente de la jota cantada durante todos esos años. Oto (que había bebido de las fuentes de Juanito Pardo, Miguel Asso y Cecilio Navarro) fue el gran maestro, Jesús Gracia su digno sucesor y el más estudioso y perfeccionista de todos los cantadores hasta aquel momento, e Iranzo el que aportaba la veta más genuina y popular. Luego vendrían ya (y hablamos sólo de cantadores y no de cantadoras) Mariano Arregui, Vicente Olivares, Nacho del Río, Fernando Checa, Javier Soriano, José Manuel Ibáñez, Alfredo Longares (que era siempre quien más nos recordaba la voz limpia, clara y poderosa del gran José Oto), Inocencio Lagranja, Roberto Ciria…, que en estos últimos años, los que van desde 1975 hasta hoy mismo, son algunos de los que más han destacado en el canto masculino de la jota. 

José Iranzo fue, además de un grandísimo cantador, un hombre de bien y muy querido por el pueblo. La personalidad de Iranzo deslumbraba y apasionaba. Nunca habló mal de ningún compañero (él mismo hizo hincapié en eso muchas veces), fue amigo de todos, no compitió con nadie y siempre estaba de buen humor. Su bonhomía fue proverbial y todo el mundo lo adoraba. Se organizaban excursiones a Andorra sólo para verlo y felicitarlo en sus cumpleaños. Yo mismo promoví una de ellas, en la que un grupo de cantadores, bailadores, estudiosos y buenos aficionados (entre ellos, Premios Extraordinarios como Ángel Martínez, Nacho del Río y Javier Arguedas), fuimos a su casa acompañados de otro andorrano ilustre, el catedrático de Historia Económica de la Universidad de Zaragoza Eloy Fernández Clemente, para celebrar su 99 cumpleaños, en 2014. Al año siguiente, con motivo de su centenario, una gran ronda recorrió toda Andorra para homenajearlo. Allí había miles de aragoneses, gente sencilla de todos los colores y creencias que solo quería rendir tributo al más ilustre de nuestros cantadores vivos, que cumplía cien años. Para ello habían viajado hasta Andorra desde todos los puntos de Aragón, porque, frente a tantos proyectos globalizadores y uniformadores como algunos tratan de poner en práctica, muchos aragoneses no renuncian a su singularidad. Es lo normal. A la gente le gustan sus costumbres y sus tradiciones, que, cuando están enraizadas en lo más hondo, cuesta arrancar. Hay distintos tipos de tradiciones, claro. El Toro de la Vega es una tradición, pero monstruosa. Las costumbres no hay que defenderlas por el simple hecho de que lo sean, sino cuando laten en el corazón de todos -o de muchos-, entroncan con el pasado y no agravian a nadie. Aquella ronda por las calles de Andorra, una noche de octubre, solo para dar cariño a un anciano y para afirmar nuestra condición de aragoneses, a la que no renunciamos, emocionaba a todos, nos recordaba aquellos tiempos en los que la jota estaba presente en cualquier celebración, y a nadie podía incomodar.  

Iranzo fue un hombre bueno, sencillo y humilde, que había sido analfabeto hasta que le tocó cumplir el servicio militar, pero que con inteligencia, esfuerzo y trabajo consiguió salir adelante, convertirse en un destacado ganadero y llegar a lo más alto en la historia de la jota. Tanto es así, que pese a que de ningún gran escritor aragonés se han escrito cuatro biografías, José Iranzo, un humilde cantador de jotas, sí las tiene. Se las han escrito, a lo largo de los años, Alfonso Zapater (en 1993), Joaquín Carbonell (en 2005), Fernando Solsona (en 2013), y Javier Alquézar, Josefina Lerma y María Ángeles Tomás, que coordinaron el libro José Iranzo, el Pastor de Andorra. Un siglo de jota, editado el año de su centenario por el Centro de Estudios Locales de Andorra. Tal notoriedad alcanzó José, que cuando la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis decidió en diciembre de 2012 reconocer la importancia de la jota en la cultura aragonesa y darle el tratamiento que merece como una de las manifestaciones artísticas populares más relevantes de Aragón, eligió a tres cantadores como académicos correspondientes, uno por cada provincia aragonesa. Y así, José Ignacio del Río Torcal sería académico en representación de los cantadores de Zaragoza, Roberto Ciria Castán en representación de los de Huesca, y José Iranzo Bielsa de los de Teruel. Iranzo, lo que son las cosas, acabó siendo académico y recibiendo trato de Ilustrísimo Señor, él, un pastor de Andorra, que, muy alejado en todo momento de los libros de estilo y los preceptos de la academia, había cantado siempre con una gran libertad y sin sentirse constreñido ni maniatado por los cánones y las normas. Paradojas del destino. Yo no era todavía académico de número en el momento de la elección como correspondientes de esos tres cantadores (no lo sería hasta abril de 2017), y supongo que sería una decisión muy controvertida en el seno de la Academia, difícil de tomar y que no todo el mundo entendería. Pero si hubiera tenido que votar entonces esas candidaturas lo habría hecho a favor de las mismas y con total entusiasmo, porque el hecho de que una academia de Bellas Artes como la nuestra tuviera la sensibilidad de incluir en su seno a los más grandes intérpretes de la jota aragonesa era un hito en la historia, una defensa cerrada del arte popular en Aragón y una forma de decir al mundo que las academias no deben ser un reducto de gentes elitistas apartadas de la sociedad sino, muy al contrario, la muestra de cómo se debe ir con los tiempos de la mano del pueblo. 

Como testimonio de su condición de hombre bueno y sencillo, valga esta anécdota que Iranzo le contó a Alfonso Zapater y que éste recogió en el libro que dedicó al cantador. Fue una vez José a Santiago de Compostela y le dijeron que si se daba tres tozolones en una “piedra gorda” que allí había podía pedir tres deseos, y que al menos uno de ellos se le concedería. Iranzo hizo “una cola muy larga” (pues aunque parezca increíble había mucha gente en fila deseosa de pegarse esos golpes en la piedra) y le pidió al Apóstol Santiago sus tres deseos: “vivir siempre bien y feliz con mi mujer y mis hijos, tener un rebaño bueno y cantar muchos años”. Y le confesó a Zapater que le había concedido los tres. 

El Certamen Oficial de Jota le dedicó a Iranzo un gran homenaje en el año 2015, en el que participaron Nacho del Río e Isidro Claver, que le dedicaron unas coplas alusivas. El propio Iranzo asistió a su homenaje sentado en una silla en el escenario y tomó al final la palabra para mostrar su agradecimiento y pedir que nunca abandonáramos a la jota. Le faltaban apenas unos días para cumplir los 100 años. Fallecería un año más tarde, en noviembre de 2016, a los 101 años de edad. Fui a Andorra al entierro con el poeta Nacho Escuín, entonces Director General de Cultura y Patrimonio del Gobierno de Aragón. La iglesia de Andorra nunca habría albergado tanta gente en toda su larga historia. Allí no cabía un alma. El féretro de Iranzo estaba colocado en el centro, frente al altar, a la altura del primer banco, donde lloraba sentada Pascuala Balaguer, su viuda, que iba camino de los 102 años. Dentro de ese féretro yacía Iranzo con el pañuelo atado a la cabeza, vestido con el traje tradicional aragonés, el mismo con el que también enterraron en Aguarón a los abuelos de mis abuelos en el siglo XIX. El cura que predicó la homilía era un hombre sencillo y cabal: recordó la bondad de José y contó cómo éste le dio las gracias al sacerdote que fue a visitarlo en la hora final. Al acabar la misa, algunos de los más grandes cantadores se acercaron, levantaron el féretro y lo posaron sobre sus hombros. Eran todos hombres hechos y derechos, curtidos en mil batallas, y algunos lloraban. Lo sacaron así, en volandas, por el pasillo central de la iglesia, mientras otros le cantaban a José jotas con coplas escritas para él, jotas que ya no iba a poder escuchar. Fuera de la iglesia esperaba otra multitud y las jotas seguían entonándose sin instrumento alguno, como música sacra interpretada a capela. Llovía y hacía un frío de mil demonios. Fuimos andando al cementerio y las jotas -rondaderas, ahora- continuaron acompañando a José hasta allí. Mientras duró la inhumación no dejaron de escucharse cantas llenas de emoción. Y cuando cantaron Nacho del Río, Vicente Olivares, Roberto Ciria y Beatriz Bernad, las lágrimas corrían ya por las mejillas de todos. El Pastor estaba ya bajo tierra y uno de los símbolos del Aragón más genuino se marchaba para siempre. La Academia de San Luis perdía a su académico correspondiente menos academicista y más entrañable.