Presentación de Manual de uso del lector de diarios
Eva Puyó
Escritora y bibliotecaria
|
Cuando José Luis Melero me pidió que presentara su libro (ya tenía apalabrado a Javier Aguirre y buscaba copresentador) me dio mucha alegría. “Qué mejor que una bibliotecaria para presentar una bibliografía”, me dijo. Nunca hasta ahora me habían pedido que presentara un libro por mi condición de bibliotecaria, un oficio que amo, así que todavía me hizo más ilusión. José Luis Melero quería que nos reuniéramos en Los Portadores de Sueños, a sabiendas de que no íbamos a caber, pero creo que para él era importante elegir el espacio de una librería para este libro. Así, pues, se da la coincidencia de que estamos aquí José Luis Melero, la editora, Trinidad Ruiz Marcellán, los libreros, Eva y Félix, y yo misma a los que nos une no sólo la escritura y el amor por los libros, sino, también, la voluntad de “crear colecciones” que, de un modo u otro, ponemos a disposición de los demás. Estoy segura de que cuando José Luis Melero encuentra una de esas raras y maravillosas joyas bibliográficas no sólo piensa en el placer que le va a producir su posesión y su lectura (de todos es sabido que José Luis únicamente compra libros que va a leer o que le interesa leer), sino, también, en el modo de darlo a conocer y compartirlo con los demás. La generosidad de José Luis Melero y ese deseo de compartir quedan patentes en las columnas que escribe cada jueves para el suplemento “Artes y Letras” de Heraldo de Aragón y que se han recopilado en dos volúmenes: La vida de los libros y Escritores y escrituras. Hay tres adjetivos que definen bien estas columnas: claridad, precisión y amenidad. Con esta bibliografía (al igual que hizo con sus anteriores Los libros de la guerra y Gabinete de libros aragoneses escogidos), José Luis pasa a formar parte de una larga lista de excelentes bibliográfos aragoneses: Félix Latassa, Juan Manuel Sánchez, Manuel Jiménez Catalán, Inocencio Ruiz y muchos otros. Creo que a José Luis Melero le gusta formar parte de esta tradición, de esta familia que uno elige voluntariamente. Estos bibliógrafos no sólo miraron el pasado para recopilar referencias de libros publicados, sino que también contribuyeron decididamente al presente y al futuro, con el deseo de que todos fuéramos más sabios. ¿Son útiles las bibliografías en la era de Internet? ¿No es algo anticuado y desfasado y que ya no tiene sentido? Es una cuestión sobre la que yo misma he debatido con compañeros bibliotecarios. En mi opinión, y estoy segura que también en la de José Luis Melero, las bibliografías siguen siendo útiles e, incluso, lo son todavía más en la era de Internet. Al igual que la filosofía no nos proporciona respuestas sino que las preguntas nos hacen plantearnos nuevas preguntas, creo que también el saber y el conocimiento (ahora que asistimos a una extraordinaria democratización de la educación) nos lleva a querer saber más y, para ello, las bibliografías son y siguen siendo útiles, cuando se elaboran con inteligencia y sensibilidad, como es el caso de este Manual de uso del lector de diarios. Al respecto de la antigüedad / modernidad de las bibliografías hay que decir que el título de este libro parece tener una vocación decididamente moderna. Me consta que este título se decidió una noche en un bar, en el transcurso de una conversación de José Luis con varios amigos. Yo no estaba allí, así que no sé si detrás de este título se esconde un pequeño homenaje a La vida, instrucciones de uso, de Georges Perec. Perec, que fue un gran amante de los listados, de los órdenes y de las clasificaciones basados en la memoria individual o colectiva, elabora en La vida, instrucciones de uso una suerte de puzle con más de ciento noventa personajes que habitaron en una gran casona de París entre 1833 y 1975. No he llegado a contar el número de escritores que aparecen en este libro, pero estoy segura de que son más de ciento noventa, y que sus voces también componen un pequeño y precioso retrato de la vida a lo largo de más de un siglo. Este libro también tiene algo de “borgiano”. Desconozco si Jorge Luis Borges escribió alguna vez sobre las bibliografías, pero creo que es un género que le habría fascinado: un libro de libros. Los libros citados, como en un juego de muñecas rusas o de cajas chinas infinitas, nos llevan a otros libros y estos libros a otros libros. Además, al ser una bibliografía de diarios, estos libros narran vidas y estas vidas cuentan otras vidas: son llaves que abren cajones secretos que parecen no tener fondo. Al leer este libro he pensado en María Moliner. En realidad, siempre que pienso en José Luis Melero pienso en María Moliner. No sólo porque los dos sean aragoneses, sino, también, porque hay algo que les une: ambos han emprendido una tarea que, en principio, da la impresión de que excede las posibilidades de una vida humana. Como muchos sabéis, María Moliner fue bibliotecaria y sufrió terriblemente las consecuencias de la guerra y de la posguerra. Un buen día se propuso redactar un diccionario de uso. María Moliner, pacientemente y sin la ayuda de un equipo de filólogos, como puede haber en la RAE, escribió las definiciones de todas y cada una de las palabras en pequeñas fichas de cartón y llegó a componer uno de los diccionarios más originales y reconocidos de la lengua española. Las fichas de cartón también es algo que une a José Luis y a María Moliner, ya que es en pequeñas fichas donde José Luis recoge sus anotaciones de los libros que forman parte de su colección. En el diccionario de María Moliner las palabras aparecen agrupadas por familias, rompiendo el riguroso orden alfabético habitual en los diccionarios. De igual modo, José Luis Melero, al componer su colección, está poniendo en relación a autores que fueron amigos o que se detestaron, que no se conocieron pero se cartearon y se admiraron en la distancia, que fueron separados por el exilio, o que salieron de una misma imprenta… José Luis está amorosamente poniendo en contacto a unos con otros, los está reuniendo de nuevo. Pero, sobre todo, pienso en José Luis Melero en relación con María Moliner por esa capacidad, como he dicho antes, de emprender una tarea que parece exceder la de una vida humana. Para compilar una biblioteca como la de José Luis Melero pensaríamos que hace falta un equipo de personas o la ayuda económica de una institución o de una fundación. Pero ha sido una sola persona, con un sueldo digno-aceptable, quien ha formado una de las mejores bibliotecas que existe para entender la historia y la literatura reciente de Aragón. Resulta todavía más asombroso cuando sabemos que José Luis Melero no se ha dedicado a componer esta biblioteca en exclusiva. Se ha levantando a las seis de la mañana para ir al rastro o ha viajado a ciudades para visitar sus librerías, al mismo tiempo que acudía puntualmente a su trabajo en el Registro de la Propiedad. No ha dejado de asistir a exposiciones, proyecciones, presentaciones de libros y cenas de amigo; se ha embarcado en proyectos veteranos, como el de Rolde, o en nuevos, como el de ediciones La Ventolera, junto a su amigo Víctor Juan Borroy; fue consejero del Real Zaragoza, con desplazamientos habituales con el equipo y una labor de contacto con las peñas; colabora en programas de radio como “Somos”, de Radio Zaragoza, con Miguel Mena; lee y escribe artículos, columnas y libros; responde a todas aquellas consultas que le hacen estudiosos e investigadores sobre libros y autores; y es, además, padre de familia: este libro está dedicado a su mujer, Yolanda Polo, y a sus hijos Jorge e Iguácel. Es decir, que José Luis Melero ha estado en permanente contacto con la vida y no se ha recluido en su biblioteca y entre sus libros, como muchos podrían asociar a un bibliófilo. José Luis Melero nos dirá en este libro, al respecto de los diarios, que los que más le interesan son aquellos en los que “pasan cosas”, en los que el autor se ha dejado impregnar por la vida, como es el caso de José Luis. Metiéndonos ya en el libro, me ha gustado que haya un prólogo en el que, siguiendo con la relación con María Moliner, José Luis Melero ha intentado buscar una definición de lo que es un diario, diferenciándolo de un libro de memorias, de una autobiografía o de un dietario. Este gusto por la exactitud de las palabras contrasta fuertemente con el material que contiene el libro: algo tan escurridizo, tan inclasificable, tan misterioso, tan complejo como es la propia vida. Después de este intento de definición, nos encontramos con la bibliografía ordenada alfabéticamente por apellido del autor, pero aquí nos surge una pregunta que tiene que ver, de nuevo, con esa disyuntiva entre lo exacto y lo caprichoso: ¿Por qué algunas entradas se presentan sin más, tan sólo con sus datos de edición, y otras contienen pequeñas o extensas apreciaciones del recopilador? ¿Por qué algunas entradas aparecen en el cuerpo principal y otras en el anexo “Algunos apuntes sobre otros diarios”? No queda claro, pero a mí me gusta pensar que esa arbitrariedad también responde a lo que es un diario: uno puede extenderse largamente en una cuestión aparentemente nimia y después anunciar en una sola frase: “Mi padre ha muerto”. Este y otros detalles son los que convierten a esta bibliografía en un libro de escritor, y no en una mera lista de nombres y títulos. No pensemos que los autores de los que tan sólo se nos proporciona datos bibliográficos son desconocidos o de poca relevancia en materia de diarios. Estamos hablando de escritores como Paul Bowles, Bertolt Brecht, Julio Camba, Zenobia Camprubí, Albert Camus, José Cardoso Pires, Fiódor Dostoyevski, Umberto Eco, Arcadi Espada, André Gide, Witold Gombrowicz, Ramón Gómez de la Serna, Peter Handke, Herman Hesse, Henry James, Eugène Ionesco, Juan Ramón Jiménez, José Jiménez Lozano, Franz Kafka, André Kertész, Frida Kahlo, José Carlos Llop, Thomas Mann, Fernando Pessoa, Alejandra Pizarnik, Francisco Umbral, Miguel de Unamuno, Enrique Vila-Matas y muchos otros. De otros, en cambio, José Luis Melero nos aporta breves impresiones personales. Así, a Marilyn Monroe, a quien pocos asociarían con la escritura de diarios, le dedica unas palabras cariñosas sobre sus dolorosas anotaciones diarísticas. También escribe palabras elogiosas y descubre, de este modo, la valía de escritores desconocidos para el gran público, como pueden ser Miquel Pairolí, Teresa de la Parra, Rafael Fombellida, José Luna Borge, Pablo Martínez Zarracina y Elías Moro. Pero no podemos deducir que la clave está en que José Luis quiere dedicar atención a los escritores menos conocidos frente a los famosos, ya que muestra su admiración por Julio Ramón Ribeyro (del que extrae de su diario unas anotaciones futbolísticas), Juan Manuel Bonet, César González Ruano, Josep Pla, Jules Renard, Miguel Sánchez Ostiz, Miguel Torga, Andrés Trapiello e Ignacio Vidal-Folch, entre otros. No todas las palabras son elogiosas. También José Luis Melero nos va a dar su opinión cuando un diario le resulte soporífero, como el de Robert Musil. De Carlos Barral nos dirá: “Entre los diarios de Barral y sus memorias, uno se queda con éstas”. Tras unas palabras encendidas de Antonio Muñoz Molina sobre los diarios de Virginia Woolf, nuestro autor anota una sola palabra: “Exageraba”. Este libro no es un diario, ya que, como bien nos ha explicado en la introducción, no ha surgido de la inmediatez de la escritura, pero sí que creo que es una obra que tiene que ver con lo autobiográfico. Al igual que Georges Perec en su novela Las cosas nos habla de la vida de una pareja a partir de los objetos que poseen o que anhelan, también José Luis Melero para conocer algo de su persona nos proporciona acceso a sus lecturas: las palabras que le han emocionado o que le han hecho sonreír, los libros que le han robado horas al sueño y que le han hecho ser quien es ahora. Así, en esta autobiografía velada que es esta bibliografía, José Luis Melero nos muestra algunas de sus pasiones, como es su gusto por las anécdotas que rodean la vida de los libros. Una de las más rocambolescas es la de una parte de los diarios de Manuel Azaña, que fueron publicados bajo el título: Diarios, 1932-1933: los cuadernos robados. Estas peripecias de los libros también nos están hablando de nuestra historia reciente. En el libro encontramos referencias aragonesas que tanto le gusta a José Luis Melero descubrir. Así, aparece la excursión electoral que realiza Pío Baroja por tierras aragonesas cuando fue candidato republicano por Fraga, y que relata en Las horas solitarias. También cita descripciones de Zaragoza en los diarios de William Somerset Maugham, Rafael Alberti, José María Chacón, José Antonio Muñoz Rojas o George Ticknor. Este último dice en sus Diarios de viaje por España sobre Zaragoza, a la que llega en 1818: “No tengo palabras para expresar lo que vi allí, pues es una gloria que no tiene parangón”. Junto a autores españoles e internaciones se encuentran en esta bibliografía autores aragoneses en un mismo nivel. Dedica palabras muy elogiosas a Fernando Sanmartín y a Julio José Ordovás, nuestros dos grandes diaristas. También aparece el diario del pintor Pepe Cerdá (los diarios de artistas son muy importantes en esta selección), de autores que no escriben habitualmente diarios, pero que han publicado alguno, como son Ismael Grasa, Antón Castro, Ramón Acín, Antonio Ansón y Gabriel Sopeña, entre otros, y escritores clásicos, como Benjamín Jarnés o María Sánchez Arbós. Una de los aspectos que más me ha gustado de este libro es cómo José Luis Melero va creando relaciones, hilos secretos entre los escritores, creando un nuevo orden distinto al alfabético. Así, sobre el diario de Jules Barbey d’Aurevilly, Memoranda, nos cuenta que a Félix Romeo le gustó que se mostrara “como un fanático e infatigable lector que mareaba constantemente a sus libreros para que le consiguieran ya, sin tardanza, los libros y las revistas que necesitaba como el aire”. También nos dice: “Hay algo que une a Sanmartín y a Bukowski: su hábito de apostar en las carreras de caballos y sus largas jornadas en los hipódromos”. Nombra a Ignacio Martínez de Pisón cuando habla de los diarios de John Cheever. Del escritor norteamericano explica Ignacio en un artículo que quien se acerque a sus diarios: “ya sabe de su aspiración a la respetabilidad, y también sabe como ésta entraba constantemente en conflicto con su tormentosa vida interior”. No sólo los escritores hablan bien de otros escritores (esta bibliografía es también un libro sobre lectores de diarios). Julio Ramón Ribeyro dice de Paul Léautaud: “No le interesa más que su pobre y pequeña vida”. Y, así, sigue estableciendo relaciones: Ignacio Vidal-Folch con Sándor Márai y con Iñaki Uriarte; Josep Maria Prous y Vila con Ramón J. Sender y con Arturo Barea; Miguel Sánchez Ostiz con Gonzalo Torrente Ballester y con Jacques Verges… De José Carlos Cataño cita sobre De rastros y encantes: “Es un diario donde lo de menos es la exhibición de datos eruditos, el alarde de piezas rarísimas, el coleccionismo, y lo de verdad, la vida en torno a los libros que uno va encontrando.” En este caso, José Luis Melero no establece ninguna relación con otro escritor pero todos pensamos en sus propias memorias, Leer para contarlo, que comparten esa filosofía. En esta relación continua entre vida y literatura que existe en el libro, también me gusta apuntar que José Luis Melero no evita los aspectos desagradables de la vida, no esconde la crudeza y el dolor que a veces hay en ella. Así, nos dice de Agustín de Foxá que, aunque algunos escritores como Andrés Trapiello lo consideren un buen escritor, en su diario anota que, el mismo día en que España estaba ardiendo por los cuatro costados, se merendaba unas ostras, mariscos y fresas con crema mientras una bailarina se desnudaba sobre un escenario. De Teresa Wilms, quien se suicidó a una edad tempranísima, extrae su frase: “Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy”. Nos habla, también, de la diálisis y de la enfermedad en los diarios de Juan Gracia Armendáriz, y del sufrimiento y de la desconfianza de Katherine Mansfield hacia los médicos. Nos cuenta cómo el terrible dictador Mussolini se rebaja ante su amante Clareta Petacci, y cómo Sylvia Plath relata en su diario: “Soy la única mujer del departamento que tiene marido. Pues bien, el mío es un estafador”. Cita, también, el descubrimiento tardío de Emilio Prados: “He comprendido el cariño de mi padre del que siempre, no sé por qué, tal vez debido a mi carácter raro y neurótico, dudé. ¡Pobrecillo!”. Gaziel nos testimonia la devastación de un bombardeo alemán sobre la ciudad de Reims, y María Sánchez Arbós abandona el Grupo Escolar Francisco Giner de los Ríos tras los desastres producidos por la guerra diciendo: “Me llevo mi diario, el retrato de don Francisco y las llaves de la escuela”. José Luis Melero también dedicará una especial atención a los diarios de los campos de concentración y a las terribles condiciones en que fueron escritos. Hans Fallada los escribirá en literatura criptográfica para que no fueran descifrados, y Peter Moen, sin papel y sin una herramienta de escritura, lo hará valiéndose de un clavo con el que perforar el papel higiénico. Hay algo terrible en estos diarios, en esa necesidad de que el sufrimiento y la vida cobren sentido a través de las palabras. Pero, también, los diarios nos hablarán de la cotidianeidad de la vida, como hace Christa Wolf en Un día del año. Hay muchos diarios que no han sido publicados y hay una reflexión en este mismo libro sobre los diarios escritos para uno mismo o escritos pensando en sus futuros lectores. Cuando una persona encuentra un manuscrito en un cajón siente una emoción especial. Pero, creo, esa emoción es todavía mayor cuando lo que encentra son unos diarios. Tienen algo de ejemplar único, como lo es la vida, algo de fragilidad y de supervivencia: algo que ama un buen bibliófilo, como José Luis Melero. Sé de diarios encontrados que han dado o darán futuros libros: uno escrito por la abuela de Cristina Grande, sobre su soledad en la guerra, y otro por la madre de Daniel Gascón y que tiene que ver con un piso en el que han vivido varias generaciones. Fragmentos de este diario aparecen en el libro que publicará Daniel Gascón en Mondadori, en otoño de este año, con el título de Entresuelo. Hay algo en los diarios que nos pone en tensión: que nos confronta con nosotros mismos y con los demás. Los diarios pueden producir perplejidad en quien los lee, a veces, incluso, incomodidad. Si salimos en ellos, ¿cómo nos han retratado? Si somos nosotros quienes los hemos escrito, ¿nos reconoceremos en nuestras palabras? Y, aunque no aparezcamos en ellos o no seamos autores de los mismos, ¿a qué ámbito de la intimidad estoy accediendo? José Luis Melero no elude esa incomodidad y se enfrenta a ella, como se enfrenta a la vida. Quizás alguien en el futuro, tal y como hace José Luis Melero, intentará recomponer las piezas del puzle que creamos con nuestros libros, con nuestras palabras, con las fotografías y con las cartas que enviamos. De momento, contamos con José Luis Melero y yo quiero darle las gracias porque me abra tantas ventanas como me abre con este libro.
|
|