PRÓLOGO

 

Héctor Vicente Sánchez es un hombre apasionado y entusiasta. Y un ferviente estudioso de la Segunda República, sobre la que ha publicado un buen número de artículos y capítulos de libros. Se doctoró recientemente y tuve la suerte de asistir a la lectura y defensa de su tesis doctoral sobre el Ayuntamiento de Zaragoza en la II República y su gobierno, administración y gestión. Allí pude comprobar el afecto y el aprecio que le dispensan sus colegas, su humildad, su ausencia de impostura y su férrea voluntad de seguir aprendiendo. Su melena suelta, sin recoger, desafiante, indicaba que allí la libertad era lo primero, que allí no había cabida para esos modos y maneras de ser dócil y obediente que tan buen resultado suelen dar a los que pretenden hacer carrera universitaria. Creo que Héctor no va por ahí, que ha seguido siempre su camino sin ataduras ni concesiones y que, tal vez por ello, le haya costado más que a otros obtener el reconocimiento que merece por su talento y sus muchos años de entrega y esfuerzo. Héctor ha compatibilizado su labor investigadora con trabajos muy duros, y nunca ha podido dedicarse a ella a tiempo completo, por lo que nadie puede dudar de su enorme mérito como investigador vocacional y, como decíamos, apasionado.

Nos conocemos desde hace años y los dos nos hemos leído mucho. Me interesaba tanto lo que Héctor estaba estudiando que le pedí hace años que nos lo contara en la revista Rolde. Y ya en 2014, en el número 148-150, nos entregó un brillante artículo sobre “Sebastián Banzo Urrea. Primer alcalde de la II República”, que sería el germen del libro que hoy publican las beneméritas ediciones del Rolde de Estudios Aragoneses. Banzo, que había nacido en Zaragoza en mayo de 1887, estuvo en el republicanismo desde los 18 años, desde que entró como tesorero de la Juventud Republicana en la junta directiva presidida por Ángel Laborda. Perteneció también en esos años al Patronato de Escuelas Laicas y a la Sociedad de Librepensadores y, cuando se constituyó el Partido Republicano Radical en enero de 1908, Banzo ya estaba entre sus principales dirigentes en la ciudad. Su primer ingreso en la cárcel se produjo el 18 de julio de 1911, por un delito de sedición a raíz de la huelga general convocada ese mismo mes. Durante su etapa de concejal mantuvo una gran oposición a la presencia del consistorio en actos de carácter confesional y trató de que el laicismo impregnara toda la vida municipal.  A partir de 1917, simultaneó su labor de munícipe con la dirección del semanario El Progreso. Fue entonces cuando pisó de nuevo la cárcel, acusado de un delito de injurias, por un artículo publicado en su periódico contra los reyes. Eso le supuso la pérdida de la condición de concejal. Lo defendió en el juicio Gil Gil y Gil, sobrino del antiguo ministro de la I República Joaquín Gil Berges, ambos conocidos republicanos. Fue condenado a ocho años de prisión y salió a la calle en mayo de 1918 gracias a la Ley de Amnistía firmada por Maura.

Su ingreso en la masonería no se produjo hasta 1928. Se inició en la Logia Ibérica número 7 de Madrid y eligió el nombre de Víctor Hugo, siendo más tarde en Zaragoza uno de los fundadores de la segunda etapa de la logia Constancia N.º 16, junto con el escritor Fernando Mora y el arquitecto Francisco Albiñana, entre otros. Las páginas que Héctor Vicente dedica a la relación de Banzo con la masonería son de gran interés. En las elecciones de abril de 1931, Banzo fue el candidato más votado en el distrito de San Pablo, por delante de Santiago Pi Suñer y de Bernardo Aladrén, y tras la proclamación de la República fue elegido alcalde de la ciudad. Sebastián Banzo fue un buen alcalde, que intervino fundamentalmente en cuatro ámbitos de actuación: en la beneficencia municipal, sobre todo con la creación del albergue y la construcción de un nuevo edificio para la Casa de Socorro; en hacienda, pues durante su mandato se aprobaron dos operaciones crediticias, una para sufragar las obras de enlaces de Zaragoza con el barrio de las casas baratas, y otra para luchar contra el paro y la falta de trabajo que asolaban a la ciudad, emprendiendo con tal fin obras de saneamiento, de beneficencia y de embellecimiento de la ciudad; en la secularización municipal (se suprimieron las capellanías de la Casa Amparo y del cementerio, así como la partida presupuestaria destinada a sufragar las obras de reparación de la basílica del Pilar, y se retiró la imagen de la Virgen del Pilar del salón de plenos); y en la reforma educativa, mediante la construcción de nuevos centros escolares en barrios como Valimaña, Oliver, Montañana, Venecia, Juslibol, Peñaflor o el Lugarico de Cerdán, y la creación de colonias escolares, que por primera vez tuvieron carácter urbano. Intervino en los homenajes que la ciudad organizó en memoria de Basilio Paraíso y Joaquín Costa, y dimitió de su cargo en junio de 1932, tras haber compaginado la alcaldía con su escaño en las Cortes Constituyentes, pues fue elegido diputado por el Partido Republicano Radical en la cita electoral del 4 de octubre de 1931, obteniendo más votos que el resto de los candidatos juntos. Su estancia en el Congreso se prolongaría hasta noviembre de 1933, ya que en las elecciones celebradas aquel mes Banzo no fue elegido y su partido sólo obtuvo un escaño por Zaragoza, el de Basilio Paraíso. 

Comenzó entonces su declive político y Manuel Marraco, a la sazón ministro de Hacienda y responsable de las adjudicaciones, le concedió a Banzo la gestión de la Administración de Lotería N.º 1 de Barcelona. El socialista Arsenio Jimeno escribió que, siendo Sebastián Banzo el único radical leal a sus principios y respetuoso con su historia, los lerrouxistas se lo quitaron de encima con aquel puesto de loterías, al que habría que añadir también la adjudicación de una expendeduría de tabacos. En 1935 los Banzo se trasladan pues a Barcelona, y mientras su hijo Fernando se encarga de la lotería, Sebastián lleva la cosa de los tabacos. Todo un poco triste, la verdad.

Tras la sublevación militar del 18 de julio de 1936, Sebastián Banzo se pone naturalmente del lado de la República y, gracias a residir en Barcelona, que se mantiene fiel al orden constitucional, logra salvar la vida, pues muchos de sus compañeros masones de Zaragoza, entre ellos sus viejos amigos Venancio Sarría, Francisco Albiñana, Miguel-José Alcrudo y Fernando Mora, fueron asesinados. La caída de Cataluña supone que Banzo y su familia se exilian en Francia y son enviados a un centro de acogida. La vida de los Banzo en el país vecino es pormenorizadamente descrita por Héctor Vicente, que sitúa al antiguo alcalde de Zaragoza trabajando en Bretaña, en 1944, como empleado civil de los americanos, o escribiendo en 1947 al presidente de la República en el exilio, Álvaro de Albornoz, para solicitarle ayuda. Los últimos días de Banzo, sumido en la más absoluta tristeza, son desoladores. Se suicidó en Rennes, en 1956, un año después de la muerte de su hija Aurora.

Poco se sabía hasta este libro de la vida de Sebastián Banzo, que apenas había sido estudiado y, cuando lo fue, se hizo con notables deficiencias, como la de fijar su fallecimiento en 1936. Héctor Vicente, con tesón y dedicación espartana, sitúa a Banzo en el lugar que le corresponde en la historia de Zaragoza y del republicanismo aragonés, y nos devuelve, para alegría de todos, un personaje que, como tantos y tantos, nunca debió sufrir persecución por mantener y defender sus ideas y creencias. Esta monografía de Héctor Vicente sobre Banzo es un libro imprescindible para todos los que quieran conocer la vida de este republicano zaragozano cuyo único delito fue creer en la libertad, el laicismo y la igualdad entre los hombres.