Proemio

José Luis Melero

 

Conocí a José Francisco Ruiz -Fico Ruiz- leyendo las Memorias de un zaragozano de Mariano Gracia Albacar, editado por la Institución Fernando el Católico en 2013. Mariano Gracia había contado cómo era la vida de Zaragoza a mediados del siglo XIX en unas extraordinarias memorias -escritas al alimón con José Valenzuela La Rosa- que se publicaron a modo de folletón por entregas en Heraldo de Aragón entre 1905 y 1907. Apenas nadie las recordaba, a pesar de que “La Cadiera” las imprimió de nuevo en 1954 en diez rarísimos folletos con introducción de Ramón de Lacadena y Brualla -marqués de Lacadena- que, como desgraciadamente ocurre con todas sus publicaciones, dado lo limitado de sus tiradas, no tuvieron difusión alguna.

Ese libro era un documento imprescindible para conocer cómo se vivía en la ciudad y quiénes fueron los zaragozanos que, por las causas más diversas, destacaron durante los años que se recogen en las memorias y que van, aproximadamente, de 1850 a 1861. Fico se encargó de la edición y la redacción de las notas. Unas notas que ocupaban más de veinte páginas de letra diminuta y constituían, por sí mismas, otro pequeño librito tan interesante o más que el de Mariano Gracia. Y por si esto fuera poco, añadió una selección o pequeña galería biográfica de algunos de los personajes aragoneses más notables que aparecen en el libro, desde Calixto Ariño o el ministro de Hacienda Juan Faustino Bruil, hasta Ricardo Magdalena o Marcos Zapata, que bien podría considerarse el germen de la obra que hoy tenemos en las manos y que trata también de dar a conocer las vidas de otros aragoneses a los que la historia juzgó con desigual fortuna.

Tanto en las notas como en las pequeñas semblanzas biográficas de aquella galería de olvidados, Fico se me aparecía como un coloso que conocía a la perfección la época y la sociedad de las que hablaba, como un gran investigador con limpia y precisa prosa de escritor, y como alguien que sentía por el pasado de nuestra ciudad la misma pasión que compartimos tantos de nosotros. Yo aprendí mucho gracias a Mariano Gracia y a Fico Ruiz, y me gustó conocer que los primeros horchateros que llegaron a Zaragoza lo hicieron por esa época y desde Torrente, y que la horchatería más popular que había en la ciudad era la de “la Lechuga o del Valenciano”, en la esquina de Ossau con Estébanes, propiedad de Vicente Burguete, bisabuelo de esos grandes aragoneses que fueron José y Fernando García Mercadal (aunque lo de grande, en el caso de Fernando y dada su estatura, pueda sonar a chufla); que el padre del escritor costumbrista Pablo Parellada, “Melitón González”, era en 1862 dueño de una fábrica de cerámica que trasladó cuatro años más tarde al paseo de Torrero, hoy de Sagasta (donde escribo estas líneas), al solar llamado de los Campos Elíseos; que el ilustre médico del Hospital Provincial y notable aficionado al teatro, Liborio de los Huertos, “que acumuló en su casa más de tres mil obras de teatro”, fue el abuelo del zaragozano José Luis Galbe Loshuertos, el escritor y fiscal del Tribunal Supremo de la República durante la guerra civil, cuyas memorias (apasionantes, divertidas e inolvidables, de las que me he convertido en un pertinaz propagandista) editó para Marcial Pons en 2011 el profesor de la Universidad de Zaragoza Alberto Sabio Alcutén; o que el escultor Félix Oroz, el compañero de los Escolapios y amigo del escritor y tres veces rector de nuestra Universidad Jerónimo Borao -a quien inmortalizó para siempre como el diablo que está bajo el arcángel del pórtico de la iglesia de San Miguel- y que diseñó la comparsa de Gigantes y Cabezudos de nuestra ciudad, estaba casado con doña Manuela Gracia, viuda de Francisco Lac y dueña de la acreditada “Casa Lac”, que hoy todavía continúa viva en el Tubo zaragozano y es uno de nuestros más antiguos y hermosos establecimientos, digno de figurar (pese a no tratarse estrictamente de un comercio) en esos Comerciantes de altura que Juan Moneva y Puyol inventarió y retrató en su libro de 1949 .

Tanto me gustaron aquellas memorias de Marianico Gracia (como dijo Lacadena que popularmente se le conocía por su bondadoso carácter y trato sencillo con todos, y por ponerle un diminutivo, ya que a José Francisco Ruiz se le antoja firmar como Fico Ruiz, quizá llevado también de su misma bonhomía), que les dediqué una de mis columnas semanales en Heraldo de Aragón, el mismo periódico donde aquéllas habían visto la luz un siglo antes. La reseña no podía ser sino calurosamente favorable, y Fico me escribió (todavía no nos conocíamos ni nos tratábamos) para agradecérmela. Cortesía no frecuente, pues son muchos los que piensan que sus libros se defienden solos y que el crítico o reseñista que habla bien de ellos no hace sino cumplir con su deber. Y puede que no les falte razón, aunque sólo el hecho de elegir el libro de uno entre el alud de novedades (algunas de ellas sin duda tan atrayentes como la nuestra) que asola cada día nuestras librerías, ya es un gesto para valorar y ponderar.

Fue entonces cuando tuve noticia de que Fico tenía un blog al que había llamado Aragonautas (Aragoneses olvidados. Náufragos de la historia), en el que iba publicando las semblanzas y los retratos de algunos personajes aragoneses raros y olvidados, de esos que habían perdido las páginas de los manuales y a los que uno es tan aficionado. Aquellas semblanzas me sorprendieron tanto que le pedí que las fuera publicando en nuestra revista Rolde, la decana de las revistas culturales aragonesas, que este 2017 cumple sus primeros cuarenta años de vida. El coordinador de ésta, el profesor Víctor Juan Borroy, se puso en contacto con Fico y desde entonces, en cada número de la revista, ya casi como una seña de identidad, aparece su firma para presentarnos -y contarnos la vida y hazañas- a alguno de esos aragoneses que apenas nadie recuerda, pero que tuvieron en su día el prestigio o la popularidad que el paso del tiempo, siempre inexorable, les ha arrebatado.

Yo creía saber algo de muchos de estos raros y curiosos hasta que conocí a Fico y comprendí que el experto máximo era él. Y todos empezamos a disfrutar de sus trabajos sobre personajes tan poco conocidos como el dibujante José Cabrero Arnal, el altoaragonés que salvó la vida en Mauthausen haciendo dibujos pornográficos para los oficiales alemanes; Emilio Bonelli, el creador del Sáhara español; la matemática zaragozana María Andrea Casamayor, la primera mujer que publicó un libro de tema científico en España; el cómico jacetano Marcelino Orbés, precursor de Charlot, del que ya nos había dado noticia Mariano García en las páginas de Heraldo de Aragón; el maestro Maximino Cano, que tiene un libro de cuentos y poemas con cubierta de Ramón Acín, El primer amor, que no he visto nunca y bien que lo siento; el pediatra turolense del siglo XVI Jerónimo Soriano; o Juan José Laborde, el jacetano amigo de Voltaire y banquero de Luis XV.

Y también sobre otros mejor conocidos como el descubridor de Pompeya Roque Joaquín de Alcubierre; Antonio Gavín, el pastor anglicano que denunció la corrupción de la Iglesia católica, escribió cuentos de terror y fue plagiado por Ramón J. Sender en Carolus rex; un héroe de la resistencia como Paco Ponzán, tan querido por Palmira Plá; Pedro Cubero Sebastián, que dio la vuelta al mundo en el siglo XVII y publicó un libro narrando sus experiencias que tuvo una gran repercusión; el poeta bilbilitano del siglo XVI Antonio Serón; o el siempre fabulador Miguel Ezquerra, nacido en Canfranc, autor de Berlín, a vida o muerte, publicado por Ediciones Acervo en 1975, que defendió el último reducto de Hitler en 1945, tomó té con Goebbels y confesó -sin que nadie le tomara demasiado en serio- haber recibido del mismo Führer la Cruz de Caballero y una oferta de concesión de la nacionalidad alemana que rechazó por patriotismo (“continuaré siendo español mientras viva”, cuenta Ezquerra que le contestó a Hitler).

Este libro, escrito con rigor y pulcritud, recoge muchos de los perfiles de esos aragoneses, postergados en su mayoría. Como si se tratara de un expositor de curiosidades o un muestrario de rarezas, nos ofrece sobre cada uno de ellos información de primera mano y una jugosa bibliografía, y pasa a engrosar la lista de los textos dedicados a glosar las figuras de quienes no tuvieron demasiada suerte con la posteridad: Los raros de Rubén Darío, Los raros de Pere Gimferrer, Aragoneses rasgados de Manuel Pérez Lizano, Galería del olvido de Javier Barreiro, Desgarrados y excéntricos de Juan Manuel de Prada, o algunos de los autores (el poeta Julio Mariscal, por ejemplo) que Juan Bonilla presenta en su Biblioteca en llamas, entre otros. Yo mismo les he dedicado también no pocas páginas en casi todas mis publicaciones, y he de suponer que esa fue la razón por la que Fico quiso que le escribiera este pequeño proemio.

El que esos personajes pertenezcan a mundos muy diversos (hay arqueólogos, cómicos, reyes, poetas, curas, dibujantes, científicas, viajeros, banqueros, maestros…) y a épocas muy distintas, hace que el libro sea rabiosamente entretenido e instructivo, y que pueda interesar a cualquiera que quiera acercarse al conocimiento de la historia de Aragón y de sus gentes. Ese es el hilo conductor entre todos estos personajes variopintos: el haber nacido en Aragón. Porque en este viejo país, a lo largo de tantos siglos, ha habido naturalmente de todo, como en botica. Y Fico nos ha traído aquí, para solaz y regocijo nuestro, una muestra de algunos de nuestros mejores paisanos, que ya casi nadie recordaba. Que Aragón le premie por ello.