PRÓLOGO

José Luis Melero

 

Cuando Ignacio Martínez de Pisón escribió su primer libro, La ternura del dragón, tenía solo 22 años. Ese libro, con el que ganó el Premio de Novela “Casino de Mieres” de 1984, fue publicado en noviembre de ese mismo año en una edición horrorosa -que a nosotros entonces nos debió de parecer hermosísima- costeada por la Caja de Ahorros de Asturias. Al año siguiente seleccionó cuatro de sus cuentos, los agrupó bajo el título de uno de ellos, Alguien te observa en secreto, y, ni corto ni perezoso, los envió a Anagrama y a Tusquets. Jorge Herralde fue más rápido que Beatriz de Moura, que tardó un par de días más que aquél en responderle, también afirmativamente. Un jovencísimo zaragozano, al que aún le faltaban unos meses para cumplir 25 años, iba a publicar ya su primer libro de cuentos en una de las más prestigiosas editoriales españolas. Comenzaría entonces una larga relación de Ignacio con Anagrama, que editaría sus siete siguientes libros, entre ellos los inolvidables Carreteras secundarias, que sería llevado dos veces al cine, una en España por Emilio Martínez Lázaro y otra en Francia por Manuel Poirier, María bonita y El tiempo de las mujeres. Después Ignacio cambió de aires y pasó a editar con Seix Barral, donde debutó con el extraordinario Enterrar a los muertos, el ensayo sobre el asesinato de José Robles Pazos, quien fuera el traductor al español de John Dos Passos, editorial en la que sigue, pues Ignacio, como veremos, es hombre de lealtades y fidelidades, y en la que han aparecido, entre otras de las que luego hablaremos, novelas tan importantes como Dientes de leche, Derecho natural o Fin de temporada.
Había conocido yo a Ignacio en 1978, en las clases de italiano que Luisa Capecchi nos impartía en la Facultad de Letras. Éramos muy pocos alumnos. Un día me senté a su lado y ahí comenzó una amistad fraternal que dura hasta hoy. En la Facultad Ignacio conoció también a María José Belló (hija del que fuera jugador y laureado entrenador del Real Zaragoza, Luis Belló, el hombre que ganó los dos primeros títulos de nuestro equipo en 1964), su novia de toda la vida, con la que acabaría casándose años más tarde. En esa Facultad de Letras estaba, claro, José-Carlos Mainer, e Ignacio estuvo a punto de hacer con él una tesina de licenciatura -o de comenzar directamente la tesis doctoral- sobre la literatura de la guerra de África. Leyó por entonces El blocao de José Díaz Fernández, Imán de Ramón J. Sender, La forja de un rebelde de Arturo Barea, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado de Eu­genio Noel, Notas marruecas de un soldado de Ernesto Giménez Ca­ballero, Tras el Águila del César y Tetramorfos de Luys Santa Marina, Abd-el-Krim y los prisioneros de Luis de Oteyza, Mi cautiverio en el Rif del sargento Basallo… Luego todo aquello quedó en nada, pues Ignacio desechó la posibilidad de dedicarse a la docencia o a la investigación y decidió ocupar sus energías en convertirse en un escritor profesional, pero me contagió una pasión por esa literatura que hizo que yo también, durante mucho tiempo, buscara y leyera los más raros libros que se escribieron sobre aquella guerra. En 2011, y tal vez como recuerdo y homenaje a esa época de su vida, Ignacio prologó la edición que Barril & Barral puso en las librerías de Cuatro gotas de sangre. (Diario de un catalán en Marruecos), de Josep Maria Prous i Vila, un extraordinario documento del paso del poeta reusense por Marruecos tras el desastre de Annual, que nunca antes había sido traducido al castellano.
En Zaragoza, en esos primeros años de formación, creamos una tertulia en un emblemático café de inequívocas resonancias cinematográficas, “El ángel azul” (donde tantas noches nos reunimos con nuestros llorados amigos José Antonio Labordeta y Félix Romeo, y a la que también acudía otro compañero de la Facultad, el hoy reconocidísimo Manuel Vilas, que por entonces ya había publicado un juvenil libro de poemas, El sauce, y un pequeño estudio sobre Pere Gimferrer, del que conservo separata), publicamos nuestras primeras cosas en la revista Rolde, que unos amigos y yo habíamos fundado en 1977 y que todavía hoy sigue felizmente viva, y nos hicimos socios del Cineclub Gandaya, en el que todos los viernes nos empapábamos de buen cine. El Gandaya se había creado en 1978 y aquel gran cinéfilo que fue Alberto Sánchez Millán lo dirigió hasta su desaparición en 1991. Sánchez programaba las películas y repartía un enjundioso folleto o programa sobre las mismas que también él había preparado. Allí vimos por primera vez, y nos causó una gran impresión,Man of Arán, de Flaherty, de 1934. En esos años se cimentó la gran cinefilia de Ignacio, que antes de que yo lo conociera, siendo apenas un adolescente, ya había publicado algunas reseñas y críticas de películas en la revista zaragozana Pantallas y Escenarios.
Una vez tomada la decisión de que no quería dar clases, Ignacio, que ya había terminado su licenciatura en Hispánicas, pensó que seguir estudiando sería una inmejorable manera de disponer de tiempo para poder escribir muchas horas al día. Así que decidió irse a Barcelona y matricularse en Filología Italiana. En Barcelona se instaló con María José y allí organizarían los dos su vida para siempre. En Barcelona nacieron sus dos hijos, Eduardo y Diego, y allí otros nuevos amigos (Enrique Vila Matas, Pedro Zarraluki, Joan de Sagarra y tantos otros) le hicieron sentirse como en casa, aunque nunca ha olvidado a su querida Zaragoza, ciudad que le hizo Hijo Predilecto, en la que mantiene vivienda propia y a la que viaja muy frecuentemente. Y en Barcelona (donde al principio y como trabajo alimenticio tradujo del italiano a Daniele del Giudice, Guido Morselli y Marco Lodoli) se hizo escritor, un escritor excepcional, uno de los grandes novelistas españoles de los últimos treinta años, que ha obtenido numerosos reconocimientos (Premio de la Crítica en 2011 por El día de mañana, Premio de las Letras Aragonesas 2011 por toda su trayectoria, Premio Nacional de Narrativa en 2015 por La buena reputación…) y, sobre todo, que ha conseguido concitar en torno a su obra a una legión de lectores fieles que lo consideran uno de los grandes maestros de la novela española. Tanto es así, que, recientemente, otro enorme escritor como Luis Landero, al recomendar “los seis libros que hay que leer una vez en la vida”, incluía Castillos de fuego, la última novela de Ignacio, junto a clásicos como Don Quijote de la Mancha, Los miserables de Víctor Hugo, El proceso de Kafka o Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós. Pero no solo es Landero. Somos muchos los que pensamos que Castillos de fuego es una de las grandes novelas escritas en España en los últimos años, de obligada lectura para cualquier buen degustador de la mejor literatura; y entre ellos se encuentra el periodista y escritor Alberto Olmos, que escribió que Castillos de fuego era, “a años luz de todas las demás”, la mejor novela publicada en 2023. Pero además Ignacio es autor de guiones de cine tan importantes como Las trece rosas o Chico & Rita, y de personalísimos reportajes o ‘relatos reales’ como los que publicó enLas palabras justas; un gran articulista de prensa (ahora en La Vanguardia, pero antes en otros periódicos como El País o El Periódico de Cataluña); un extraordinario ensayista (el citado Enterrar a los muertos, pero también Filek. El estafador que engañó a Franco) o un excelente editor y antólogo (Partes de guerra). Y no hay que olvidar que sus incursiones en la novela juvenil fueron también muy celebradas, con títulos tan importantes como El tesoro de los hermanos Bravo, El viaje americano o Una guerra africana.
Es también Ignacio uno de los mejores lectores que conozco, siempre interesado por conocer las últimas novedades editoriales y lo que escriben sus colegas, sean éstos conocidos o no. Muchas veces te sorprende con la recomendación de un libro del que nada sabías, y siempre tienes la certeza de que dedicarle unas horas a ese nuevo descubrimiento será un acierto seguro. Y conozco muy bien (porque no pocas veces ha consultado algunos raros libros en mi casa) con qué rigor y exigencia documenta sus libros, pues antes de ponerse a escribir ya se ha leído todo lo que necesitaba para situar perfectamente la acción y conocer al detalle la época histórica en que ésta se desarrolla.
Conservo un artículo que Luis Alegre publicó el 12 de abril de 1992 en El Periódico de Aragón. Se titulaba “La ternura de Pisón” y jugaba, claro, con el título de la primera novela de Ignacio. Pero no era solo un juego de palabras. Aquel artículo de Luis Alegre quería significar o reconocer cuál era una de las características más destacadas de la personalidad de Ignacio: su enorme ternura, incluso malgré lui. Ignacio siempre nos inspiraba -nos inspira- ternura, especialmente por su legendaria falta de vanidad, pese a que siempre ha tenido una gran seguridad en sí mismo y siempre supo que se dedicaría solo a escribir y que llegaría a vivir de ello. Pero su ausencia de afectación causa estragos entre ególatras y mandarines de la literatura. Frente a los santones que quieren hacernos creer a todas horas que tienen una gran vida interior, que viven la literatura como un sacerdocio y que se creen los demiurgos de vaya a saber usted el qué, Ignacio escribe con la naturalidad y profesionalidad con la que otros operan cataratas, levantan edificios o cultivan la tierra. Nada en él es impostado, nada calculado, nada interesado. Su actitud ante la vida y la literatura es la de quien quiere hacer bien las cosas sin pensar en estrategias, rangos o escalafones. Jamás se le oirá decir: “Esto es bueno para mi carrera”, porque él nunca ha creído que esté haciendo carrera de escritor. Es escritor exigente y apasionado, desde luego, pero nunca ha gobernado su vida de escritor como si se tratara de una competición en la que lo importante es llegar a la meta antes que los demás.
Otros grandes rasgos de su personalidad son su bonhomía y su extraordinaria generosidad, que roza la prodigalidad (cualquiera que lo haya vivido sabe que cuando se está de farra con Ignacio es muy difícil que te deje pagar). Pero generosidad también en el elogio sincero, en la ayuda al escritor que está empezando, en la mano tendida al que la precisa sin pedir nunca nada a cambio. Ignacio tiene asimismo un gran sentido del humor, es simpático, ingenioso y divertido como pocos, y de una contrastada lealtad hacia sus amigos, a los que trata y cuida con esmero. Es también un apasionado seguidor del Real Zaragoza, pasión que ha contagiado a sus hijos, que, a pesar de haber nacido ya en Barcelona y de llevar allí toda su vida, sienten y viven el Zaragoza como nosotros. Y ha tenido en todo momento un comportamiento ético impecable y ejemplar, lleno de valentía y coraje en los momentos más complicados del procés en Cataluña, en los que supo y quiso mantener públicamente sus ideas aun a costa de sufrir la incomprensión de algunos de sus amigos.
Es un privilegio sin parangón ser amigo de Ignacio, leer sus libros antes de que se publiquen, reírse a carcajadas con sus chistes y ocurrencias, recibir sus mensajes cuando gana el Zaragoza los domingos, cenar y tomar cervezas con él (Ignacio muchas más que yo), recibir juntos invariablemente desde hace más de cuarenta años cada Año Nuevo en mi casa. Ser amigo de un genio, que se empeña en no parecerlo, es de las mejores cosas que me han pasado en la vida y uno se siente muy feliz de poder contarlo hoy aquí.