PRÓLOGO José Luis Melero Maruja Collados pidió en un hermoso poema que se recoge en este libro, “Súplica”, que a su muerte todos sus libros y papeles fueran a parar a la hoguera. Es deseo que hemos visto otras veces formulado por aquellos escritores que no conocen de pompas ni vanidades y a los que la posteridad les importa en verdad muy poco, por esos que no se ven a sí mismos como unos demiurgos capaces de armonizar el mundo y cuyas ambiciones andan muy lejos de las vanas pretensiones de inmortalidad de algunos pocos. Pero sus hijos no han pensado lo mismo, afortunadamente. Nada de quemar papeles, se han dicho. Y, antes de que su madre pueda protestar, han impulsado la edición de este libro, que recoge algunos de los mejores artículos que Maruja ha escrito a lo largo de su fecunda vida. Fecunda y larga vida, pues es la escritora aragonesa más longeva que uno recuerda. Maruja Collados es de la estirpe de Mariano de Pano, que cumplió 101 años siendo presidente de mi dieciochesca Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis (lo fue entre 1910 y 1948), y que igual estudió manuscritos árabes (como esas Coplas del peregrino de Puey Monçón. Viaje a la Meca en el siglo XVI, que inauguraron la Colección de Estudios Árabes en 1897), que el monasterio de Sijena o la vida de María de la Consolación Azlor y Villavicencio, condesa de Bureta y heroína de los Sitios; de Ernst Jünger, que llegó a los 102 años y que en España está muy bien editado por Tusquets, entre otros, autor de unos prodigiosos diarios que logran hacer olvidar sus iniciales simpatías nazis; de Francisco Ayala, que cumplió los 103 años y que era, cuando murió en 2009, la memora viva de la generación de la República; del gran Juan Eduardo Zúñiga, que llegó a los 101 años con la cabeza perfecta y que a esa edad me dedicó una fotografía en su casa de Madrid, responsable de algunos libros inolvidables como aquel Capital de la gloria que narraba la guerra civil en Madrid y que fue Premio de la Crítica; o de Ginés Liébana, el excelente poeta y pintor del grupo “Cántico”, que murió el 31 de diciembre de 2022, a los 101 años. Liébana editó en Zaragoza en 2011 uno de sus últimos libros, Resucita Loto, en la editorial Sibirana, y en 2021 publicó sus poesías escogidas, bajo el título de Si me pides romero, en la granadina La Veleta. Otra ilustre escritora que sobrevivió a casi todos los de su generación fue Rosa Chacel, también Premio de la Crítica por Barrio de Maravillas, a quien conocí en Zaragoza y que vivió hasta los 96. Y cómo no recordar a Nicanor Parra, que murió a los 103 años, o a Ida Vitale, que va camino de los 100. Aquí, para fortuna nuestra, también disfrutamos muchos años de mi querido Ildefonso Manuel Gil, en su momento el único superviviente en nuestra ciudad de la Generación del 36, que murió con 91 años, y de mi amigo Fernando Ferreró, el gran poeta del Niké, que nos dejó en 2021 con 93 cumplidos, y que siguió publicando hasta el final en la colección que le fue siempre fiel: “La Gruta de las Palabras”, de Prensas de la Universidad de Zaragoza. Y nos queda el por todos admirado Rosendo Tello, el último del Niké, que este año ha cumplido los 92. Maruja Collados es hoy la decana de las letras aragonesas, y una de las colaboradoras más antiguas de Heraldo de Aragón junto con el abogado Fernando V. Zamora Chueca, que recientemente publicó un libro, La dama, también con los 90 años bien cumplidos. Maruja Collados ha escrito tal vez en la prensa lo mejor de su obra. Sus artículos en Heraldo de Aragón, que yo he leído desde hace más de cuarenta años, eran siempre sugerentes, delicados, escritos con esa prosa mágica suya, tan cálida y personal, que te envuelve y arropa. Ana María Navales la situó ya en las proximidades del canon, pues habló de ella en su introducción a su Antología de narradores aragoneses contemporáneos, que publicó en 1980, y nos puso sobre la pista de algunos relatos que Maruja había publicado en la década de los cincuenta: Vidas que empiezan, Aquella madre y Horas blancas, entre otros, aunque no daba ninguna referencia de ellos que permitiera saber cuándo y dónde aparecieron. Había nacido Maruja en Híjar y estudió en la Escuela Oficial de Periodismo con otra turolense, Pilar Narvión. Ganó un concurso de relatos y así conoció a Luis Antonio de Vega, director del semanario Domingo, que la contrató. Trató a Azorín, al padre Arrupe, a Camilo José Cela, a Dámaso Alonso, Elena Fortún, Ana María Matute… y acabó en Zaragoza cuando a su marido lo destinaron a nuestra ciudad. Desde entonces ha sido una zaragozana más, cuya firma esperábamos siempre con interés los lectores de Heraldo de Aragón. Nos cuenta Maruja en este libro cómo conoció a Agustín de Foxá en Roma, y a Joaquín Arrarás, primer biógrafo de Franco en 1937, autor de un libro sobre el sitio del Alcázar de Toledo con el catedrático aragonés Luis Jordana de Pozas, y editor -y manipulador- de las Memorias íntimas de Azaña. Y cómo conoció también a Concha Espina cuando ésta ya estaba ciega, aunque conservaba una lucidez admirable, a la que califica de “persona de gran sencillez y exquisito refinamiento”; y a Pío Baroja, a quien fue a entrevistar a su casa. Maruja le preguntó a don Pío por el amor, por las mujeres de su vida, y éste le contestó algo que nuestra escritora no olvidaría jamás: “Mire usted, yo no he tenido ocasión de provocar ni de sentir grandes amores. No he tenido novias”. Y se relacionó con Luis Rosales, cuando el poeta estaba ya muy enfermo. De todos ellos escribe en este libro, y también lo hace de Santa Teresa, de Cervantes y de Goya, de García Lorca, los hermanos Machado, Cajal, Juan Ramón Jiménez (tal y como lo recordaba Dolores Catarineu, esa poeta hoy olvidada a la que Ruano y Carmen Conde incluyeron en sus conocidas antologías), Unamuno o Jardiel Poncela. Y escribe sobre su pueblo, sobre Híjar, sobre los plagios en literatura o sobre la rivalidad entre Lagartijo y Frascuelo. Y unos relatos fantásticos sobre brujas, fantasmas y curanderos; o sobre Pituche, el muchacho huérfano comprador de sacos, que tenía “tristes los pulmones y malo el oficio”. Y poemas, que también tienen su pequeña representación en el libro. Nada le es ajeno a esta Maruja Collados, que cualquier tema que aborda acaba convertido en algo único y fascinante. Maruja Collados ha vivido al margen de capillas y cenáculos, y ha ido escribiendo su obra casi en silencio, admirada solo por un grupo de incondicionales que sabía valorar esa prosa azoriniana, tal vez de otro tiempo y con otro aroma. De ahí la importancia de este libro, que pondrá a disposición de las generaciones más jóvenes los textos de una autora que merece mucho más reconocimiento del que la historia del periodismo y la literatura le han reservado hasta hoy.
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